Una vez le preguntaron al escritor mexicano Octavio Paz, que eligiera una palabra del español. Sin dudarlo pronunció «esperanza». Esta bella palabra es la menos usada en este tiempo de pandemia. A ello contribuye una gran parte de medios de España que, en vez de serenar o esperanzar a la audiencia, la aterrorizan. Este verano todos los telediarios, muchos diarios, otras tantas radios, abrían sus noticieros irresponsablemente con titulares del tipo: «Se disparan los brotes», «España a la cabeza de casos», «Nuevo récord», «Se confina el pueblo de», «Madrid triplica los casos», «Las UCI empiezan a saturarse». El daño que hemos hecho a nuestra reputación por el mundo ha sido incalculable. Y bien que lo hemos pagado. Merkel o Trump nos han señalado con el dedo. No se trata de ocultar, pero tan importante es la salud física como la mental de los españoles. Y esta última ha quedado muy mermada. Qué decir de esos cientos de miles de chavales que apagan los móviles cada noche y los encienden cada mañana infectados de noticias negativas. Al igual que los políticos no han estado a la altura de lo que demandaba este tiempo, tampoco los medios de comunicación. Han obviado lo medianamente positivo y han subrayado siempre lo negativo. Mi abuela era una fiel seguidora de la columna en ABC del padre José Luis Martín Descalzo en una sección que se titulaba Razones para la esperanza. Este jesuita denunciaba, ya entonces, que la gran enfermedad de este mundo es la falta de esperanza junto a la carencia de las ganas por luchar y vivir. Falta esa luz. Todo es negro. Un desastre total. Debemos redescubrir las infinitas zonas luminosas que hay en las gentes y en las cosas que nos rodean. Claro que hay muchas razones para la esperanza, pero no interesa pregonarlas. Entonces, ¿en qué va a creer ese pobre ser humano que abre un periódico, escucha una radio o ve una televisión, si todo es muerte, virus, paro e incapacidad política? Esperanza, nos hace falta mucha esperanza. Y hay razones para ello.