La inteligencia artificial (IA) combina la velocidad computacional de los ordenadores cuánticos, con la capacidad de aprender de los propios errores y la creatividad. Oí esta definición hace un lustro a José Ignacio Latorre, catedrático de Física Cuántica en la Universidad de Barcelona. El conferenciante no dudó en afirmar que la IA marcará un antes y un después en la historia de la humanidad. Las restantes revoluciones tecnológicas no pasarían de ser pequeños saltos que nos anticipan una lección importante: cuando el hombre delega a las máquinas una tarea, se incapacita para hacerla por sí mismo. Tras la Revolución Industrial el hombre perdió la fuerza muscular y gran parte de sus habilidades manuales. La Revolución Informática nos ha robado la capacidad de cálculo. El GPS, primera manifestación de la IA, ha absorbido nuestro sentido de orientación. Cuando la IA alcance su madurez, concluyó Latorre, buena parte de nuestros conocimientos y habilidades intelectuales quedarán obsoletos.
La utilidad de la IA está fuera de toda duda. Sus riesgos también. En los últimos años, los profesores hemos descubierto que los alumnos aprenden de otra manera y pueden pedir al chat GPT que realicen cualquier trabajo académico sin posibilidad de ser acusados de plagio. Esto nos obliga a los profesores a centrar nuestras clases en los aspectos cualitativos que escapan a la IA y a realizar exámenes orales para comprobar que el alumno se ha enterado de lo importante.
La IA es de escasa ayuda para encontrar el sentido de la vida, la moralidad o el amor. Un chico le dirá a su novia. «En base a la experiencia de millones de parejas, la IA ha concluido que somos incompatibles y no debemos casarnos. ¡Semejante sandez! Si me aceptas por esposo, yo me esforzaré cada día tras día para hacerte feliz». Ella responderá: «Lo mismo estaba pensando yo».