Uno de los sacerdotes que este año está celebrando en nuestra Diócesis las Bodas de Oro Sacerdotales es Luis Enrique Martínez Galera. Nació en Hellín el 12 de abril de 1949. Se formó en el seminario de Albacete y terminó sus estudios en el Centro de Estudios Teológicos San Vicente Ferrer de Valencia. En la actualidad es párroco del Buen Pastor de Albacete, delegado Diocesano de Patrimonio, profesor de Historia de la Iglesia en el Instituto Teológico de Albacete y deán de la S. I. Catedral.
Luis Enrique, ¿cómo estás celebrando estos 50 años de sacerdote?
Con mucha alegría y en un año de plenitud, porque me encuentro bien de salud y con ganas de trabajar. ¿Qué más puedo pedir?
¿Cómo recuerdas el día de tu ordenación hace 50 años?
Queda ya un poco lejos para recordarlo. Fue por la tarde, en la Capilla mayor del Seminario de Albacete, la que muchos conocen como parroquia de Santa Teresa. Esa tarde nos ordenamos tres compañeros: Eduardo Carrasco y Pedro Plaza, que están en la Casa Sacerdotal, y yo. Los tres fuimos ordenados el 23 de junio del 74, domingo, por D. Ireneo García Alonso, nuestro obispo. Una espléndida tarde del mes de junio que vivimos con mucha alegría.
Tus primeros destinos fueron en el mundo rural: Pozohondo, Nava de Abajo, Campillo de la Virgen, Alpera y las parroquias de Tobarra y sus anejos. Una etapa que comenzaste en equipo con otros sacerdotes.
Esa primera etapa del trabajo en equipo sacerdotal con Pedro Plaza, Andrés García, José Luis Miranda y yo fue muy rica para todos nosotros, porque, además de estar acompañados, nos dedicábamos a la reflexión conjunta y al trabajo en equipo. Han pasado muchos años, pero siempre recuerdo la cercanía de la gente, la colaboración que encontré para muchas acciones que emprendíamos. En estos años fui liberado para asumir la conciliaría del Movimiento Junior de A.C., primeramente, en la diócesis, y al año siguiente en la región. Tobarra, después de los años de Seminario, fue otra cosa, el trabajo "in solidum" con Javier Valero, la tensión de las tres parroquias del pueblo, las aldeas, y la Semana Santa tobarreña, todo un conjunto de cosas y vivencias que recuerdo con cariño.
¿Cómo recuerdas la etapa de rector del seminario en Moncada?
Esa fue otra realidad diferente a la que tuve que adaptarme. No tuve problema en la relación y el trabajo con los seminaristas. Teníamos una convivencia muy próxima y cercana. Cuando hablo con algún sacerdote que se formó allí en esos años, la recuerdan con alegría y gozo. Con tanta gente joven junta, también había momentos de broma y gracia, y a veces algún cabreo que otro. Agradecí que después de los tres primeros cursos viniera Pedro Ortuño como director espiritual, de aquellos años guardamos mutua amistad.
Se da la paradoja de que fui a abrir el Seminario de Moncada como seminarista, y me tocó cerrarlo como rector. D. Victorio a su llegada a la diócesis expresó el deseo de retornar el seminario a Albacete cuando hubieran 25 seminaristas y en aquellos años llegaron a convivir 33 seminaristas en el curso. Lógicamente, tuve el encargo de hacerlo posible: Las obras de adaptación del pabellón de la izquierda, organizar el claustro de profesores, concretar el plan de formación académica dependiente de la Facultad de Teología de Valencia y la adaptación de la comunidad al nuevo espacio en el curso 92-93.
Y ahora Luis Enrique, 25 años como párroco del buen pastor desde 1999.
Sí, la mitad de mi vida sacerdotal, además este año coinciden los 25 años en el Buen Pastor, los 50 años como sacerdote y mis 75 años de vida. El Buen Pastor, creo que ha sido la etapa de madurez, una parroquia que ha contribuido decididamente a forjar el sacerdote que soy actualmente. El contacto con los sacerdotes de la parroquia: Justo, ya fallecido, toda una fuente de sabiduría y experiencias eclesiales, y José María Melero, más centrado en la docencia de Magisterio y en sus estudios de filosofía. Agradezco la colaboración y el voluntariado de los feligreses para llevar adelante tantas cosas como se han realizado y seguimos realizando, sin ellos no hubiéramos podido hacer tanto. En abril de 2003 falleció mi madre, y la parroquia me envolvió y acogió como mi familia. Cómo lo voy a olvidar.
Han pasado los años, los barrios han envejecido y yo con ellos. Hay personas que han crecido en la parroquia y otros que me acompañan muchos años, que me conocen y me aprecian y sobre todo me apoyan en los distintos momentos de la Parroquia y de mi vida personal. Son personas, nombres y apellidos, rostros concretos, con sus circunstancias y momentos, que llevo diariamente en mi corazón.
No podemos obviar los nueve años que fuiste Vicario de Ciudad y los siete de Vicario General.
Sí ciertamente, en estos veinticinco años he de contar con nueve años de vicario de ciudad y siete de vicario general que viví al tiempo de la parroquia. Esto fue posible por el grupo de personas que llevaban la parroquia, y aunque me doblaba para atender a todo, lógicamente en muchos momentos notaron mi ausencia. Y sobre todo cuando a partir de 2016 me quedé solo como sacerdote en la parroquia, gracias a José Luis López que se me ofreció para echarme una mano sobre todo con las misas.
En esta tarea, tuve la suerte de contar con un equipo de vicarios con los que todavía mantenemos la cercanía y el gozo de encontrarnos y sobre todo con nuestro obispo, D. Ciriaco, con quien estábamos en plena comunión de ideas y sentimientos. Fueron años de reuniones diocesanas, encuentros, convivencias, programaciones. Recuerdo por la cercanía los años de la Misión Diocesana. ¡Qué trabajo tan hermoso y tan satisfactorio! Me alegra haberlos vivido.
Luis Enrique, ¿cuáles han sido los mejores momentos en tu ministerio sacerdotal?
En estos 50 años, creo que todos los momentos han sido buenos. Como he vivido cada momento y situación con intensidad, no te sabría decir. Agradezco a los obispos la confianza que depositaron en mí para encomendarme tareas de responsabilidad diocesana que nunca pensé que sería capaz de ejercerlas.
¿Qué personas han marcado tu trayectoria sacerdotal?
En la homilía de Acción de Gracias por el 50 aniversario, decía que la formación en el seminario es una etapa, pero luego nos forman las comunidades parroquiales por las que vamos pasando. Siempre he tenido una actitud activa y positiva. En cuanto a personas de referencia, al pensar, me viene a la mente mi rector, don Fernando Parra; después, como compañero, José Luis Miranda, a quien echo mucho de menos, y finalmente, don Ciriaco, con el que compartí momentos y decisiones importantes. Soy una persona muy observadora y hablo poco porque me gusta escuchar a los demás y siempre ver todo lo positivo que hay en ellos, creo que de todos o de una gran mayoría he tenido buenos referentes.
¿Qué cambios has visto en la Iglesia y en nuestra sociedad desde que te ordenaste hasta hoy?
Antonio García Ramírez me decía, después de los testimonios de las bodas de oro que hicimos en la Casa de Ejercicios, con motivo del día de San Juan de Ávila, que no había manera de sintetizar las aportaciones. Y yo le dije, sí. Sí, hay una connotación muy clara. Todos somos sacerdotes que hemos salido después del Concilio y todos tenemos un esquema eclesial conciliar de Pueblo de Dios, con un compromiso social y una presencia cercana a la gente y a la realidad. Mientras que ahora nos encontramos con una Iglesia más clerical, donde se diferencia más el sacerdote de la gente y donde, en muchos casos, se profesionaliza el ejercicio ministerial más que el ser pueblo de Dios.
Como delegado de Patrimonio de nuestra diócesis, ¿qué obra de arte destacarías de nuestra provincia?
Llevo treinta y dos años de delegado para el Patrimonio Cultural de la Diócesis, y en esos años he visto mucho. Pero ahora destacaría la restauración del retablo de la Trinidad de Alcaraz, de Juan de Borgoña. Esta restauración nos ha permitido adentrarnos en el Renacimiento español y conocer mejor a Juan de Borgoña, un acontecimiento de gran relevancia para el patrimonio provincial y nacional.
Son tantas personas y situaciones, diferentes y complementarias, que emergen en el recuerdo de Luis Enrique como borbotones que fluyen en su memoria en un desorden inicial, que le cuesta ordenarlas con sentido, pero se alegra de haberlas vivido, pues todas ellas han forjado su ser, como persona y sacerdote. Y por todas da gracias a Dios.