Andrea Navagiero, el veneciano que cambió la poesía española

Antonio Pérez Henares
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El intelectual realizó también importantes labores diplomáticas.

Andrea Navagiero fue un gran intelectual veneciano, nacido en 1483 de una noble familia de la Serenísima República, buen conocedor de las lenguas griega y latina y estudioso de Aristóteles y de los grandes escritores romanos Virgilio, Lucrecio y Ovidio. Devoto de la obra de Petrarca y custodio de la Biblioteca de la catedral de San Marcos, fue un reconocido escritor y coautor de la Historia de Venecia, que no pudo concluir debido a su temprana muerte en Blois (Francia) en 1529. 

 Su venida y estancia durante más de tres años en España no fue por inquietud viajera sino en el ejercicio de la diplomacia, pues fue como embajador de la República de Venecia ante la Corte del emperador Carlos V, por lo que vino y viajó por nuestro país durante los años 1525 y 1528. Su misión no era otra que la de lograr un acuerdo entre España y Francia para conseguir la liberación del rey Francisco I, derrotado y hecho prisionero por los españoles en Pavía. La batalla supuso el más tremendo revés para los galos pues, que amen de la captura de su soberano, en ella murieron sus comandantes, Bonnivet, Luis II de La Tremoille, La Palice, Suffolk, Galeazzo Sanseverino y Francisco de Lorena, y otros muchos fueron hechos prisioneros, como el condestable Anne de Montmorency y Robert III de la Marck. Muertos más de 8000 franceses, deshecha su caballería por los arcabuceros españoles, el rey de Francia huía a caballo cuando tres hombres de armas, el gallego Alfonso Pita da Veiga, el vasco Juan de Urbieta y el granadino Diego Dávila lo rodearon. El primero le tomó la manopla izquierda de su arnés y una banda de brocado que traía sobre las armas y el andaluz le arrebató el estoque y la manopla derecha. Caído el rey a tierra, se apearon Urbieta y Pita da Veiga, le alzaron la visera del casco y les dijo que era el monarca, que no lo matasen.

 Francisco I había sido traído a España, primero, al palacio de los duques del Infantado, al que llegó en una esplendorosa cabalgata, escoltado por los nobles caballeros y deudos de la casa de los Mendoza y donde fue tratado con la deferencia que su rango requería. Hasta mantuvo un amorío con una hija natural del duque que, tras ello, ya no quiso casarse e ingresó en un convento. Después fue llevado a Madrid, el 12 de agosto, e instalado en la casa y torre de los Lujanes, donde permaneció hasta el final de su cautiverio. Las negociaciones para lograrlo fueron muy duras y en ellas el rey Carlos no quiso usar su lenguaje materno, el francés borgoñón, ni tampoco el italiano, como a veces en diplomacia se solía hacer, sino la lengua española. 

 Navagiero había desembarcado en Barcelona, desde donde se dirigió primero a Guadalajara. Pero el Rey Francisco ya había marchado, por lo que partió a Toledo, en aquel momento capital y corte del Reino. Allí permaneció por más de ocho meses enfrascado en las arduas conversaciones. Estas fructificaron finalmente el 14 de enero de 1526 y se firmó el  Tratado de Madrid por el que el rey francés renunciaba al Milanesado, Nápoles, Flandes, Artois y Borgoña. Pero retornado el monarca y regresado a Francia, el Parlamento exigió que no lo reconociera y Francisco I adujo que lo había aceptado por coacción. Se alió con el papado y volvieron los enfrentamientos, una de cuyas consecuencias fue el muy mentado Saco de Roma por las tropas imperiales (1527).

El intelectual había permanecido durante este tiempo también España y, unido a la Corte, se incorporó al largo viaje de esta por Andalucía. En su larga parada en Granada, donde permanecieron tras la celebración allí de la tornaboda de Carlos con Isabel de Portugal, fue el lugar donde el veneciano trabó gran amistad con el poeta español Juan Bosca y, a través de este, con un joven e ilustre vástago de los Mendoza, muy cercano al propio emperador: Garcilaso de la Vega. 

Los largos y apasionados coloquios entre ellos (y los nuevos aires renacentistas que Andrea traía de Italia) hicieron que ambos aprendieran y comenzaran a utilizar aquellas formas de componer y rimar a la itálica manera con el verso endecasílabo y las estrofas italianas, el soneto, el terceto y la octava real, amén de las propias temáticas petrarquistas de las que Navagiero era rendido admirador. Lo hicieron ambos poetas descollando pronto Garcilaso hasta convertirse en cumbre de nuestra lírica. Pero no solo fueron ellos sino que vino a cuajar como la forma expresiva de muchos y los más apreciados autores como un pariente de Garcilaso, el refinado y culto Diego Hurtado de Mendoza, quien acabaría por ser embajador en Venecia y hoy dicen que autor del hasta ahora considerado anónimo Lazarillo de Tormes. Lo cierto es que la casa Mendoza, que desde su primera gran cabeza, el I Marqués de Santillana, había iniciado para su linaje el aunar literatura con armas y diplomacia como seña de identidad, fue durante aquel siglo, ayudada por su enorme poder que también se afincó en Italia con mandos de relevancia, incluidos virreinatos, la introductora de aquel nuevo tiempo, el Renacimiento, que iba poco a poco dejando a atrás la Edad Media.

La creciente posición dominante de España, tanto en Europa como en el mundo al ir ampliando su imperio con las conquistas americanas, iba convirtiendo a nuestro país en un gran foco de atracción para las mejores mentes e ingenios del mundo, fueran estos artistas, navegantes, arquitectos, pintores, cirujanos o astrónomos. El imperio, y el poder que emana, siempre ha sido y es un gran imán para el talento.

 Navagiero siguió en la corte española, que a finales del año 1526, marchó a Valladolid. Allí se vio en difícil situación por la ruptura del francés de los acuerdos firmados, teniendo que regresar a Venecia en junio del año 1528, donde la República le encargó de nuevo una misión cerca de Francisco I, otra vez de negociaciones con España en juego. Antes de verlas ultimadas y firmadas en el Tratado de Cambrai (1529), que vino a refrendar en buena parte lo ya suscrito en Madrid, murió en la ciudad de Blois.

De sus estancias por territorio nacional dejó numerosas crónicas escritas, tanto de sus labores diplomáticas, como de los lugares por los que pasó. Su obra de referencia al respecto es Viaje a España y a Francia, en el encontramos cumplidas referencias de los lugares por los que transcurrió. A él le debemos una hermosa descripción del puente medieval sobre el río Henares, en la ciudad de Guadalajara. Muy sabroso es también el relato de los largos ocho meses en Toledo, donde se detiene en contarnos tanto la ciudad como la vida de sus habitantes, así como los artilugios para subir el agua desde el Tajo. Aunque no pasa desapercibido para él algo que refleja con acerada ironía: Pondera su catedral, que considera la más rica de la cristiandad y describe los grandes palacios y las casas de los grandes señores pero señala que hay muchos que aparentan ser y tener mucho más de lo que tienen y son.

No deja tampoco de referirse a un pasado reciente que seguía presente en la localidad: la rebelión comunera, que tuvo como protagonista al toledano Padilla, ajusticiado después de su derrota en Villalar y cuya casa fue mandada asolar por el rey para que permaneciera siempre yerma y que así estaba cuando él la vio. Hace mención a su esposa, doña María, que continuó la rebelión y que era por cierto una Mendoza e hija del primer alcaide de la Granada cristiana y capitán general de Andalucía, el Gran Tendilla. De ella escribe: «Huyó a Portugal, donde todavía está y el Emperador no ha querido perdonarla nunca, porque dice que indujo a su marido a hacer lo que hizo. Y es lo cierto».

De Navagiero ya nos ha quedado una imagen también. Un retrato pintado por nada menos que Rafael de Sanzio donde aparece barbado junto a un amigo suyo.