Bogarra cerró ayer las puertas. Poco antes de las 11 de la mañana, apenas se veía un alma por las calles de la villa serrana, mientras un gran manto de niebla grisácea bajaba por las laderas que la rodean entre un silencio sepulcral.
No había un solo local abierto y en el Ayuntamiento, que tenía las banderas a media asta, un sencillo cartel pegado en la puerta advertía a vecinos y visitantes que la Casa Consistorial permanecería cerrada al público hasta el lunes.
El motivo de semejante recogimiento se encontraba cuesta arriba, por el camino que va a la pequeña Iglesia de La Asunción. Todo el pueblo se había dado cita en el lugar, para dar el último adiós a Andrés Carreño, su alcalde, fallecido de forma repentina a los 37 años.
Sin protocolo alguno, mezclados y unidos por el dolor, estaban vecinos del pueblo y de municipios próximos; alcaldes y concejales de toda la Sierra y la plana mayor del Partido Socialista, dentro y fuera del templo, que se quedó pequeño para acoger tanta gente.
La ceremonia fue sencilla y breve. Primero, el rito. El Libro de la Sabiduría («el Justo, aunque muera prematuramente, hallará descanso»); siguió el Salmo 23 («el Señor es mi pastor, nada me faltará») y tras ello, llegó el Evangelio de Mateo con la parábola de las cinco doncellas prudentes.
Y hasta ahí se contuvo la emoción. El párroco, bogarreño adoptivo y amigo del fallecido, acudió a sus recuerdos compartidos y a un antiguo dicho de allende los mares para expresar lo que los montes gritaban bajo la niebla «pues hoy, hasta las montañas lloran».
A partir de entonces, el pesar se desbordó. Lecturas y testimonios, agradecimientos a los presentes, hasta el acuerdo municipal que decretaba tres días de luto oficial por el fallecimiento del alcalde, se leyeron con voces entrecortadas.
El rito de la paz, que marca la recta final de la Misa, fue el único instante que rompió la quietud. Poco después, el culto terminaba.
Y así, mientras todos los presentes esperaban a que saliese Andrés, las lenguas de bruma bajaban, poco a poco, por las laderas más cercanas, mientras depositaban millones de diminutas gotas de agua que en todas partes quedaban, prendidas como lágrimas.