Como un Guadiana, la revuelta de los agricultores aparece y desaparece en nuestra agenda. Hace ahora cuatro años, justo antes del estallido de la pandemia, los agricultores se movilizaban en España por los mismos motivos, en resumen, lo insostenible de su negociado en el que trabajar a perdidas se está convirtiendo en una rutina. Ahora se anuncia primavera caliente y el impulso viene desde Alemania. La tractorada es hoy el signo de protesta más evidente, los tractores inundando con su bramido el hábitat urbano en una Europa que se hace la tonta, que no se entera, o no se quiere enterar, que este mundo, tal y como lo hemos conocido, muestra síntomas más que evidentes de envejecimiento. La revolución agraria, junto al empoderamiento de la mujer, el feminismo, son los dos vértices de esta revuelta contemporánea. Agricultores indignados y mujeres empoderadas están en la vanguardia de la revuelta actual, aunque pocas mujeres se ven en las protestas agrarias y pocos agricultores en las manifestaciones feministas. Para otra columna quedaría determinar si son todos los que están y están todas las que son. En ambos casos, con todo, hablamos de cuestiones primarias con un aprovechamiento político evidente.
La cuestión agraria es sumamente complicada, enrevesada a no poder más. Vivimos en un mundo cada vez más globalizado que deja grietas al descubierto por donde sangran muchas heridas, una de ellas es la agricultura europea, que al final es la suma inconexa y competitiva de cada una de las agriculturas nacionales que la componen. España tuvo que ajustar y mucho su potencial agrícola cuando ingresó en la UE; Francia nos temía, la Francia que volcaba los camiones con nuestras producciones igual que sigue haciendo hoy. Ajustó España su capacidad agrícola y ganadera a la baja, pero ganó en calidad, y por eso Francia sigue mirándonos con temor y recelo; por cantidad o por calidad, al final siempre los camiones terminan por los suelos más allá de los Pirineos. En teoría Francia está ya en nuestro mismo barco, y su problema es el nuestro, es decir, lo malamente que se compite en Europa, con todas sus exigencias medioambientales y laborales, con productos que llegan de fuera del espacio europeo.
Además España tiene unos problemas peculiares que no los padecen otros países europeos, no tan en grado sumo, al menos. Uno es la mayor exposición a las consecuencias nefastas del cambio climático, que amenaza a algunos de nuestros territorios con el desierto. El otro problema peculiar y acentuado en nuestro país es la despoblación que afecta a buena parte del territorio, y, conviene no engañarse, un medio rural sin agricultura es casi tan imposible como una ciudad sin comercio, por más que estemos a la cabeza del mundo en conectividad y el teletrabajo haya favorecido que miles de urbanistas se instalen en un pueblo a desarrollar su actividad profesional.
A nivel general nadie se atreve a ponerle el cascabel al gato. La agricultura en la época globalizada tiende al modelo industrial y se basa en la supertecnología, las producción masiva y la exportación. Se dice que eso a larga es inviable, que habría que retornar al consumo local y racional, al mercado de proximidad, al producto de temporada con la vista puesta en el decrecimiento, pero mientras el papel lo aguanta todo, el agricultor de Cuenca, de Murcia o de Baviera tienen que levantar sus cultivos y vivir de ellos, soportando una competencia feroz y desleal de zonas del mundo donde no se habla de las bellas ideas europeas tranzando un futuro ecológico y sostenible porque en esos lugares se cultiva de todo y a todas horas, sin garantías y sin derechos.
Este es el panorama y lo que nos jugamos es la alimentación y la soberanía alimentaria, que es la primera y la más básica de todas las soberanías. Ningún país en Europa, salvo España, produce casi de todo. Lo nuestro es un auténtico y soberano alarde de despensa incomparable. La revuelta llega de nuevo subida en un tractor y acampa en la ciudad, veremos si es como un Guadiana más, hasta la próxima, o se incrusta en el mercado que a la postre es donde nosotros vamos a abastecernos de lo que ellos cultivan y venden, a veces a precios irrisorios. Porque un tomate lo pagamos hasta cuatro veces más caro que lo que le dan al agricultor por producirlo. Y ese es el problema más sangrante de todos. De seguir así, no es de extrañar que al final estas protestas intermitentes y civilizadas deriven en revolución. Vaya usted a saber.