El cielo se rompió y lloró destrucción. Sus lágrimas arrasaron con apetito voraz todo lo que encontraron a su paso. Casas habitadas, recién pintadas, pendientes de esa pequeña o gran reforma, nuevas, heredadas, hipotecadas. Tierras fértiles y estériles, coches nuevos, viejos, prestados. Árboles legendarios, frutales, robustos y débiles. Vidas acomodadas, difíciles, tranquilas o trepidantes. Sueños ambiciosos, alcanzables o no. Planes a corto, medio o largo plazo, metas retadoras, factibles o inasumibles. Proyectos ilusionantes, compartidos o personales, familias felices, desestructuradas, numerosas o monoparentales. Normalidad y rutinas, historias complicadas, apasionantes, aburridas, recuerdos. Conversaciones pendientes, viajes programados, besos debidos o apalabrados, abrazos pendientes, almacenados y empaquetados. Arrasaron con todo, absolutamente todo lo que se cruzó en su trágico reguero del horror.
Pero allí, en mitad del caos más absoluto, del miedo feroz y de la desesperación, brotó el sentimiento de la empatía. Allí, en medio de la incertidumbre, de la rabia sobradamente justificada, del dolor, floreció la solidaridad. Se multiplicaron las manos que, manchadas de drama, echaban un pulso a la desesperanza. En el infierno de lodo brilló el ejemplo más claro de altruismo de la gente de a pie. Sin horas, sin prisas, compartiendo el silencio de la desgracia.
En el barro permanecerán marcadas las huellas de la tragedia y la tristeza, pero también las de la esperanza y la del espíritu de superación.