Hacer lo que se dice puede ser considera el cénit de la coherencia humana. En todo caso, porque así lo reclama la costumbre y su refranero, la congruencia debería ser considerada la fortaleza moral y ética del comportamiento de quienes lideran sociedades. El reproche social y su vacío era una forma de retribuir a los que no actuaban con arreglo a lo cabal, porque era injusto o despreciable. El gran Groucho Marx nos regaló una frase lapidaria, que viene al caso con rotundidad: «Damas y caballeros, estos son mis principios. Si no le gustan tengo más». Para mucha gente, semejante compostura ha servido como el modo más provechoso de sacar rendimiento en sus relaciones personales y sociales. No hay mejor manera de contrastar tanta osadía, que observando el devenir azaroso de la vida política española.
Como contrapunto a los reducidos ejemplos de responsabilidad ante los ciudadanos, abundan los expertos en faltar a su obligación olvidando descaradamente compromisos contradiciendo sus propias manifestaciones vinculadas a debates legales, sociales o morales. Merece la pena recordar comunicados oficiales salidos de la incontinencia verbal del actual ministro plenipotenciario, que aglutina entre sus competencias lo que debería ser la división de poderes del Estado, de manera que, de alguna forma, acumula la potestad de tomar decisiones esenciales relacionadas con la coordinación de la Justicia, el Gobierno y las Cortes Generales.
Algún desinformado podría encontrar similitudes con personajes legendarios e históricos, cargados de poder e influencia superiores. Respecto a la conducta ilegal de Puigdemont y sus acompañantes en el golpe de Estado, no hace demasiado tiempo dijo que la sociedad catalana, además de las instituciones europeas y españolas, le había dado la espalda llamándolo prófugo, al que se paró el reloj en 2017 y debería rendir cuentas ante la justicia española; incluso, El Tribunal Europeo había dado la razón a las autoridades judiciales españolas. Cataluña deseaba mirar al futuro y olvidar su etapa más negra. Toda una postura oficial de quienes no mostraban dudas al respecto. Pero éste, como tantos otros expertos en incoherencia, le han dado la vuelta al calcetín ofertando otros principios legales y éticos con los que afrontar su ansiada continuidad en el poder a costa de lo que fuere.
Algún otro adepto lo reconoce sin ambages, porque se precisaba apoyo parlamentario; de ahí la necesidad de amnistiar a esa pléyade de paniaguados. En el comienzo de una tramitación legislativa escandalosa, la gran mayoría de una sociedad perpleja confía en que semejante atropello no alcance su objetivo, aunque una caterva de expertos en incoherencia, empeñados en etiquetar a los referentes históricos socialistas como retrógrados y enemigos del partido, insisten en justificar un cambio de principios, como decía el sabio de los hermanos Marx, aunque con bastante menos gracia.
Hay que acudir a los seres excelsos, entre los que se puede encuadrar al Papa Benedicto XVI, que daba pautas de comportamiento recordando al político que debía distinguir con claridad entre el bien y el mal buscando en los fundamentos del derecho. La política debe dirigir sus pasos a la justicia y el bienestar del pueblo. Hay que dejar a un lado la obsesión por lograr el éxito, beneficio material o eliminación de enemigos.
La política debe ser el impulso de la justicia, condición básica para la paz. El éxito debe estar subordinado al criterio de la justicia, pues puede convertirse en seducción y distorsionar la ley para destruir la justicia. Si se elimina la justicia no habrá distinción entre Estado y una banda de bandidos, como dijo San Agustín. Bastantes altísimas autoridades actuales parecen ignorar quién fue tal santo. Incluso, hemos escuchado a nuestro carismático presidente del Gobierno asegurar que lo más importante, como le enseñaron sus padres, es sostener la palabra.
Hay bastante pugna entre otros candidatos a esos premios nacionales de la incongruencia. Hay muchos analistas políticos cuestionando capacidades y solvencia. No hay duda alguna, semejante paladín de la verdad debería ocupar el primer puesto de los expertos en incoherencia.