Los desencuentros políticos que vive España están latentes no solo en el Congreso y el Senado, en gobiernos autonómicos y locales, sino que también llegan a notarse en otras instituciones. Las relaciones entre Zarzuela y Moncloa son tensas y están llenas de evidencias en importantes actos públicos en los que Felipe VI participa como jefe de Estado y a Pedro Sánchez se le ve incómodo en segundo plano. Ni lo afirman ni lo desmienten, pero las constataciones son claras, no hacen falta palabras para confirmarlo ni para desmentirlo.
Las tiranteces no son nuevas, ya desde el inicio de su primer mandato se advirtieron en Sánchez gestos, algunos de ellos de autoritarismo, que demostraban que el presidente del Ejecutivo no aceptaba de buen grado el hecho de que constitucionalmente la primera autoridad del Estado era el rey.
Actitud que podría tener su origen en el republicanismo del mandatario socialista, aunque a lo largo de los últimos años en España ha habido dirigentes que públicamente confesaban esta ideología, empezando por el propio Felipe González, el presidente con el que Juan Carlos I tuvo mayor grado de confianza, y, sin embargo, respetaban y asumían abiertamente lo que, por otra parte, venía obligado por la Constitución: la más alta representación de España es la Corona, aunque el Poder Ejecutivo lo ostenta el Gobierno.
De la misma manera que el rey está obligado a rubricar y sancionar todas las iniciativas que aprueba el Ejecutivo y cuenten con el obligado respaldo parlamentario si se trata de leyes, el Gobierno debe garantizar también aceptar al monarca que personaliza al Estado español, con las atribuciones, derechos y obligaciones que recoge la Carta Magna y que son las habituales en las monarquías parlamentarias. Una forma de Estado, por cierto, que hoy identifica a las democracias más sólidas de Europa.
Al líder socialista no le gusta que nadie le haga sombra, aunque ostenta el poder plenamente hasta el punto de que el rey no puede oponerse a ninguna ley aprobada en las Cortes, como hemos señalado. En España, por ejemplo, tal como han entendido su papel constitucional tanto el soberano Juan Carlos como el Felipe VI, nunca se daría la situación hipócrita del rey Balduino cuando abdicó durante unos días para evitar poner su firma bajo la ley del aborto, que iba contra sus principios morales y religiosos. Su obligación era sellar una norma aprobada en todos sus trámites y, si estaba en desacuerdo, que renunciara entonces a la Jefatura del Estado. Del todo, no dos días. Un jefe de Estado es el ciudadano que debe dar ejemplo de cumplir estrictamente la Constitución.
Estas explicaciones son necesarias para comprender la dificultad de las relaciones entre dos autoridades en las que una de ellas siente que como Jefe de Estado debe ser el primer ciudadano en dar ejemplo de acatar el texto constitucional, mientras el otro no desaprovecha la ocasión -por inseguridad, por celos- de hacer alarde público de quién ostenta el poder. En respuesta a algunos gestos que abiertamente caían en la mala educación, don Felipe ha guardado silencio, una actitud que coloquialmente se definiría como morderse la lengua para no expresar su incomodidad.
En ese sentido, siempre han provocado más titulares las situaciones en las que el inquilino de la Moncloa ha hecho alarde de falta de respeto, que los asuntos de gran calado político e institucional que, con seguridad, no ha podido aceptar de buen grado un jefe de Estado que tiene como prioridad cumplir estrictamente lo que marca la Constitución.
En el grupo primero, el de las faltas de respeto, se incluyen desde la negativa de Moncloa a que el rey presidiera en Barcelona el acto de entrega de sus titulaciones a los nuevos jueces, como era habitual y además ya había confirmado su asistencia, a no permitir que presidiera el acto solemne de inauguración de la Cumbre del Clima que se celebró en Madrid en 2019 como estaba previsto, para dar el protagonismo a Sánchez y postergar a la Casa Real a la jornada de cierre.
En el segundo grupo, el de gestos y demostraciones públicas del presidente de Gobierno al jefe de Estado, la descortesía de adelantarse para entrar en un recinto, lo que es, sobre todo, una falta de educación, o el que más llamó la atención, llegar tarde al desfile con de la Fiesta Nacional y obligar a los monarcas a esperar en el coche oficial para dar tiempo al presidente a que llegara antes de que se iniciara la ceremonia.
En los últimos días, se han multiplicado las ocasiones del distanciamiento y han dado alas a la rumorología. La primera, la visita del Borbón y el presidente a Paiporta; la segunda, la ausencia de los monarcas a la reapertura solemne de la catedral de Notre Dame en París, después de ser destruida por un grave incendio hace cinco años.
En el primer caso, los reyes habían expresado su deseo de acudir a Valencia para dar apoyo y consuelo a los miles de ciudadanos que dos días antes lo habían perdido todo, incluida la vida de sus familiares más cercanos. No se prohibió a Zarzuela esa visita, pero se aconsejó que se aplazara unos días porque la situación era de caos absoluto e, incluso, podía ser perjudicial para las labores de rescate de desaparecidos, que esos días era prioritaria.
Se aceptó la respuesta, aunque los reyes podían haber demostrado su cercanía con la tragedia, evitando los lugares en los que su presencia perturbaría el trabajo de quienes intentaban paliar los efectos devastadores de la DANA.
Finalmente, se hizo coincidir su visita con la de Sánchez, con el resultado conocido: rechazo a gritos al presidente; barro en los rostros de los reyes que se mantuvieron imperturbables mientras seguían hablando con la gente, y decisión del socialista de abandonar el escenario alegando razones de seguridad.
Las fotografías del presidente saliendo en coche de la zona, increpado, insultado e, incluso, recibiendo en la espalda el golpe de un palo que le habían tirado, dio la vuelta al mundo. Al lado, la fotografía de Felipe y Letizia con las caras manchadas de barro, sangre en la frente de un escolta, y los dos hablando y abrazando a las docenas de personas que les trasladaban su desesperación. Instantáneas, las dos, que han dañado sensiblemente la imagen de Sánchez dentro y fuera de España.
No hay excusas
La ausencia de la Casa Real a Notre Dame no tiene nada que ver con una supuesta iniciativa de Moncloa para que no acudiera. Fue responsabilidad única de los reyes. Es más, cuando arreciaron las críticas al Ejecutivo, incluso las acusaciones, por impedir que acudieran a esa celebración, desde Zarzuela se explicó que la decisión se había tomado para dar tiempo a preparar la visita de Estado a Italia que se iniciaría apenas dos días más tarde.
Excusa que a muchos no convenció, incluida esta periodista. Debían haber estado allí, un acto de tanto simbolismo religioso, cultural, histórico, artístico y político. La prueba, la presencia de jefes de Estado y Gobierno de todo el mundo, de distintas religiones y culturas. El viaje a Italia, si efectivamente no estaba todavía preparado en su totalidad, podría haber aconsejado la presencia en Zarzuela de Felipe VI para revisar los últimos discursos, pero nada impedía que acudiera doña Letizia o, en último caso, la reina Sofía.
La vida sigue y ambos se verán obligados a trabajar juntos para que España salga adelante, cada uno de ellos con las responsabilidades que les corresponden.
En esa relación, la sensación que se transmite es que el presidente no acaba de aceptar que no es la máxima autoridad del Estado. Sus competencias están perfectamente recogidas en la Constitución, lo que don Felipe acata sin apartarse ni un milímetro.
Eso sí, no pierde ocasión de «recordar», cuando puede, su defensa inamovible a la unidad de España. Cuando se encuentra en el extranjero, como ha ocurrido en el discurso que acaba de pronunciar en el Parlamento italiano, expresa la apuesta inamovible de España por la paz, contra la violencia y el terrorismo y, en su último viaje, con un mensaje que ha revocado titulares, invocando que Italia y España son «Dos países con memoria, con una clara conciencia del pasado que no puede ni debe repetirse».