He desarrollado el curioso vicio de comprarme una empanadilla cada vez que salgo a la calle. Esto puede sonar bastante inofensivo salvo por mi problema de sobrepeso, pero lo cierto es que mi debilidad por las empanadillas está agravando mi tendencia a la misantropía y el encono que despiertan en mí buena parte de mis conciudadanos. El problema está en el comportamiento de ciertas personas en las panaderías y pastelerías, establecimientos que en la actualidad tienden a confundirse. Y ahora viene la parte de la polémica, pues me veo obligado a añadir que estas personas suelen ser mujeres de cierta edad. No sé si lo habrán experimentado alguna vez, pero no hay exasperación mayor que la de esperar turno mientras una señora elige pasteles hasta completar una bandeja. Las preguntas, los titubeos, el acto de señalar con el dedo hacia determinados puntos de la vitrina («no, ese no, el de detrás, el que tiene esas cositas rojas por encima») y, finalmente, el interminable proceso de pesar y envolver los pasteles para, finalmente, añadir una cinta y un lacito. He experimentado estancias en las salas de espera de médicos y notarios que se me han hecho más llevaderas que las que a menudo sufro mientras aguardo mi turno para comprar mi empanadilla. En algunos casos, mi impaciencia alcanza tal intensidad que abandono el empeño y me marcho bufando, con gesto contrariado y sin empanadilla. Y luego vienen las complicaciones, pues tengo que dejar pasar un tiempo hasta que en esa pastelería en particular se olvidan de mi furibunda salida, lo que me obliga a abastecerme en establecimientos cada vez más lejanos a mi domicilio. Me gustaría superar este odio irracional hacia las compradoras de pasteles, pero me encuentro en esa edad en que los defectos no sólo no desaparecen, sino que tienden a agudizarse. Me resultaría mucho más sencillo renunciar a las empanadillas. Sin embargo, como ocurre con toda renuncia, esta entrañaría su correspondiente ración de derrota.