Julio, ese mes eterno que dura más que un lunes de comienzo de dieta. No me gusta julio porque me muestra vulnerable, no diré en qué momento necesito vacaciones, pero habrá señales que lo evidencien.
Me muestro impaciente, momento en que se acentúa esta manía mía de terminar las frases de aquellas personas que divagan en sus intervenciones en una conversación cualquiera. Ésas que para pedir una barra de pan marean la perdiz provocando un tic nervioso en mi ojo derecho.
Los fines de semana me saben a poco, los planes a corto plazo y de breve duración ya no me emocionan, ansío algo más grande, algo que permita enterrar el móvil y quitarme el reloj de las prisas.
Mi aspecto. El espejo me devuelve un reflejo que hace que prefiera mi foto del DNI. Mi palidez. La gente me mira raro por el nuclear color de mi piel, que es blanco folio. Éste es uno de los signos más evidentes de tal manera que Miércoles Adams parece Beyoncé a mi lado. Las ojeras también puntúan y mucho. Necesito vitamina D en cantidades industriales.
Mi sentido del humor también se resiente. Digamos que lo disimulo, lo que antes me provocaba una sonrisa ahora despierta mi instinto asesino. Por no hablar del café. Comencé septiembre incluyéndolo en mi rutina mañanera y hoy por hoy se ha convertido en un elemento más de la composición de mi sangre.
Y, por supuesto, prohibido mirar Instagram, ese maravilloso mundo de maravillosa gente que posa maravillosamente en auténticos paraísos idílicos.
En fin, resignación. Ya queda menos.