Luisa Sigea de Velasco

Almudena de Arteaga
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Siguiendo el consejo del embajador francés nos mudamos a la Toledo. Allí cerca de la corte todo sería más sencillo o eso al menos es lo que pensé.

Luisa Siega de Velasco nació en 1522 en Tarancón (Cuenca) que, por aquel tiempo, pertenecía a la diocésis de Toledo. - Foto: La Tribuna

Nací en Tarancón en 1522, hoy ustedes saben que pertenece a Cuenca pero por el tiempo en que yo vine al mundo pertenecíamos a la diócesis de Toledo. Lo especifico porque muchos me apodarían en la historia como la Toledana.

Mi padre Diego Sigea, francés de origen, fue uno de los pocos hombres fieles a los comuneros hasta el fin de sus días por lo que una vez fueron vencidos por las tropas del emperador Carlos decidió acompañar a María Pacheco, la viuda de Padilla, a su exilio en Portugal con la secreta esperanza de que algún día podrían regresar.

Como no fue así al poco tiempo nos trasladamos mi madre y sus cuatro hijos para vivir en tierras lusas. Por aquel entonces aún no sabíamos como añoraríamos Tarancón el resto de nuestras vidas.

La distancia de nuestra patria no dejó que en mi padre decayera su interés por darme una esmerada educación acogiéndose a toda la corriente humanista que nos traían las corrientes del humanismo renacentista.

Desde el principio le demostré que disfrutaba adoctrinándome en las diferentes materias que los maestros me enseñaban. El Latín o lengua de Lacio fue la asignatura que más me gustaba. Aunque no llegue a dominarlo con la premura de Beatriz Galindo la maestra de Isabel la Católica  al final conseguí ser prácticamente bilingüe en este idioma diplomático. Pasé a ganarme el apodo de Latina al igual que las pocas mujeres de nuestra época que lo hablábamos y escribíamos.

Mi primera oportunidad para demostrar mis dotes públicamente vino de la mano de una carta que a mis dieciocho años envié al mismísimo Papa Paulo III. Si es verdad que nunca hubiese conseguido que la carta de una joven Española como yo llegase a manos del Santo Padre sin la ayuda de un amigo de mi padre llamado Girolamo Britonio también lo fue, que el contenido fue fruto de múltiples elogios. Por aquello decidí titularla, Algunas flores de mi ingenio.

Fue entonces cuando mi padre decidió llevarnos a mi hermana Ángela y a mí a la corte de Doña María de Portugal la única hija de Leonor de Austria la hermana del emperador Carlos que fue casada con el Rey de Portugal viudo ya de dos de las hermanas de Doña Juana de Castilla.

Como mozas de cámara de la infanta tuvimos la oportunidad de compartir opiniones y sabiduría con mujeres tan doctas o más que nosotras.  

María de Portugal la hija de Leonor de Austria

De entre todas, Paula Vicente y Joana Vaz no tardaron en convertirse en nuestras inseparables compañeras. Mientras mi hermana y Paula profundizaban en el arte de la música, Joana y yo lo hicimos en el humanismo más profundo.

Tanto era lo que estudiábamos que llegué a dominar además de mi lengua natal el francés, el italiano, el latín como ya dije, el griego, el caldeo, el hebreo y algo de Siriaco y así aprender mucho más de la Filosofía, Poesía e Historia de algunos textos clásicos que aún no estaban traducidos.

Cuando la lectura me cansaba me dedicaba a escribir y de las obras que más orgullosa me siento es de mi poema Syntra a parte del opúsculo Dialogus de differentia vitae rusticae et urbanae y Colloquium havitum apud villam inter Flamminia Romanam et Blesillam Senensem. Por estos y otros trabajos recibí salarios de entre 16.000 reis anuales y 25.000 reis.

Diez años después de estar al servicio de la casa real Portuguesa me casé con Francisco de las Cuevas, un hidalgo y buen hombre de Burgos. Tarde cinco años en poder parir con éxito y al fin mi felicidad como madre se vio recompensada un 25 de agosto de 1557 con el nacimiento de Juana, la que sería mi única hija. Mi pequeña Juana  al contrario que yo fue sumamente fértil en su matrimonio con Don Rodrigo Ronquillo al darme tantos nietos como hijos hubiese deseado.

Recién nacida Juana decidimos mudarnos a Valladolid para servir a doña María de Habsburgo, otra docta hermana del emperador Carlos que ya viuda del rey de Hungría y Bohemia había regresado a España. No nos fue difícil conseguir el cargo dado que mi marido en su juventud ya había servido en la corte de su madre Juana de Castilla como copero.

María de Austria

Mientras mi marido ejercía las labores de secretario yo ayudaba a la reina viuda  a perfeccionar la lengua de Lacio pero lo bueno nos duró poco pues la Reina María murió a los pocos meses de entrar a su servicio. En su testamento fue generosa porque tanto a Francisco Cuevas mi marido, como a mi nos dejó una pensión. La mía fue de 56.250 maravedíes y con ella bien podría haberme retirado pero no era una mujer conformista en la vida simple de una casada y quise seguir en la corte.

Desesperada en el intento escribí a Su Majestad Don Felipe II para ver si tendríamos cabida a su servicio y aunque no recibí la respuesta deseada, seguí insistiendo.

El momento oportuno vino al saber que el Rey ya viudo por segunda vez de María de Inglaterra se casaba de nuevo con Isabel de Valois. Para mejor hacer valer nuestra solicitud y siguiendo el consejo del embajador francés nos mudamos a la Toledo. Allí cerca de la corte todo sería más sencillo o eso al menos es lo que pensé.

Allí conocí a intrigantes mujeres como la princesa de Eboli, parienta lejana de la protegida de mi padre María Pacheco y Mendoza. Intenté apelar a ella sabiéndola amiga de los reyes pero aunque la joven reina francesa me recibió y hablamos en su lengua natal no conseguí cargo alguno y es que por Holanda circulaba un libelo difamatorio en mi contra que dudaba de mis dotes humanísticas e incluso me atribuía la autoría de un libro obsceno que yo jamás escribí. Quizá fuese porque a muchos hombres humanistas les incomodaba la intrusión de las mujeres en su campo, quizá por otro motivo que aún hoy desconozco pero el caso fue que mis cualificadas dotes de poco sirvieron contra aquellos  infundios.

Desesperados regresamos a Burgos donde aquejada de tristeza y otros males a consecuencia de la angustia me despedí del mundo un 13 de octubre de 1560 sin haber llegado a cumplir los cuarenta años de edad.

PD. El tiempo todo lo esclareció y el escritor Pedro Ibáñez me dedicó esta elegía

“Yaze aquí la clarísima Sigea,

en rara perfección sin par juzgada

en cuanto ciñe el mar, y el sol rodea,

por muerte antes de tiempo arreba

tada”