En los ventanales del Colegio Nuestra Señora de la Asunción de Letur ayer se podía leer el siguiente aviso: «No está permitido hacer grabaciones ni fotografías».
No hacía falta especificar a quién iba dirigido. Lo cierto es que al cabo de una semana de protagonismo en sesión continua, los letureños empiezan a acusar el agotamiento por tanta tensión.
Ayer se notaba que el pueblo estaba semivacío. Se veía el habitual trasiego de militares, guardias civiles, bomberos, personal de Cruz Roja y de Protección Civil, pero vecinos, vecinos, muy pocos.
«Están casi todos en el tanatorio», decía lacónico uno de los pocos que se habían quedado, antes de escabullirse al ver que se acercaban los de la tribu de los medios con sus objetivos y alcachofas.
No rehuían a la prensa con hostilidad, sino con mucha educación. «Hijo, yo te hablaría, pero es que no me sale», decía una señora casi al límite de sus fuerzas, «es que los nervios no me dejan hablar».
Por no dejar a los «jóvenes» de vacío, mostraba fotos de su propia experiencia, del agua que entraba en su casa, anegaba el bajo, el primero, casi el segundo. Un hogar que tuvo que dejar a la carrera.
«Vivo con lo puesto, mi ropa, el móvil y el monedero», reconocía con un aplomo pasmoso, con una serenidad casi homérica «y lo triste es que ésta no es mi primera vez, ya lo viví en Terrassa, en el 71».
No muy lejos, dos miembros de Cáritas recién llegados al pueblo hablaban con un veterano Guardia Civil que hacía de improvisado cicerone para ponerlos en situación muy cerca de la zona cero.
«¿Ven esa casa, la del Cristo en la pared?», señalaba, «pues antes no se veía, había una casa que ya no está, ¿y ven dónde esta? Pues delante había otra, y también se la llevó el agua, no queda nada».
Las casas que se han aguantado tampoco estaban mucho mejor. Algunas resisten de milagro, sostenidas por un bosque de puntales amarillos, apretados unos contra otros, como un bosque de bambú.
«En esta calle y la calle que tira para abajo, el agua se llevó todo», decía mientras señalaba un enorme surco abierto entre los edificios, como si lo hubiese abierto una gigantesca reja de arado.
Más arriba, cerca de la escuela , había una mujer joven que destacaba del resto porque aún mostraba la energía, la fuerza de los primeros días. Se llama Tamara Muñoz y viene de un pueblo vecino.
«Soy la hermana de uno de los desaparecidos, y la cuñada de la desaparecida», precisaba, «y estaba en Socovos, en casa de mis suegros, cuando me llamó mi prima para contar lo que pasaba».
Casi de inmediato, las redes empezaron a llenarse de imágenes en directo de una casa en Letur, en la que el agua entraba por una fachada y salía por la opuesta justo antes de hundirse. Era la de su hermano.
«Llegué en minutos, pero no pude hacer nada, no pude pasar del cordón policial» y gracias a Dios, sus sobrinos se salvaron «porque el mayor estaba en el instituto y el menor en el colegio».
Ahora, sólo cabe esperar a que aparezcan «y si lo resisto es gracias a la gente de Letur; yo soy de Archena, pero mi padre es de aquí, siempre nos han acogido como uno más, sin ellos no aguantaríamos».
Pero para que la moral aguante también hace falta que el cuerpo resista. En eso estaba uno de los chefs más conocidos de la provincia, el almanseño Fran Martínez, que había ocupado la parte trasera del colegio local con una cocina de campaña.
«Estamos haciendo lentejas, algo que cunda, sencillo y que dé energía», explicaba mientras se movía a toda velocidad «y vamos a servir 350 raciones ahora, al mediodía, y 350 raciones más por la noche, sin parar».