Mal vicio es la envidia. Voluntario y adictivo. Sostiene el Papa Francisco que es «propio de las personas que buscan ser el centro del mundo y de todos los elogios». Amén. No lo veamos como un mal exclusivo de nuestro tiempo. Ahí tenemos el Génesis y la historia de Caín y Abel cuando Yahveh replica al primero: «¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo».
La leyenda negra es la envidia que se intercambian con frecuencia las grandes naciones. España lo fue en su día y ahí está el origen del odio que empezaron a profesarnos nuestros principales rivales. No hay que analizarlo como algo extraño. Todos los pueblos que han sido importantes a lo largo de la historia -desde los romanos hasta hoy- han sido víctimas de este antiguo vicio. La hispanofobia surge cuando España se convierte en la potencia hegemónica en Europa. Daños colaterales, le llaman. Como ingleses, alemanes y holandeses no podían ganarnos en casi nada, tiraban por lo fácil: lo puercos que son los españoles que no se lavan y rehúyen del agua como el gato escaldado; lo feos que son comparados con la belleza centroeuropea; lujuriosos y pecadores, con demasiada inclinación por el vicio y el fornicio frente a un supuesto puritanismo británico; y también sanguinarios, esto último quizá por encima del resto. La animadversión de los italianos añadía las hostilidades durante el reinado de Carlos I, mofándose con aquello de que teníamos sangre de marranos, por nuestra mezcla con los judíos.
Ese odio no era fruto exclusivo de una manifiesta superioridad. El Imperio español no gustaba en el mundo anglosajón y germano por ser católico. Entre los motivos que llevaron a los Hernán Cortés, Pizarro, Núñez de Balboa y compañía a emprender sus conquistas había razones económicas y sociales, la necesidad de encontrar nuevas rutas comerciales y también primaba un impulso religioso. ¿De eso no se encargaban los misioneros franciscanos, los jesuitas y los dominicos? Sí y también los laicos. Se fundaron universidades, se construyeron catedrales y se levantaron iglesias. La alfabetización que se logró, unido a la conversión al catolicismo de miles de nativos, sustituyó a religiones de pueblos indígenas que practicaban sacrificios humanos por una religión cuyo mandato es amar a Dios y amar al prójimo como a ti mismo. Es de necios ocultar que se cometieron excesos y también los misioneros y los sacerdotes se esforzaron por frenar los abusos que muchos conquistadores realizaron sobre los colonos.
El renovado odio por lo español, cuyo origen parte de la envidia que nos tuvieron desde el exterior, se ha venido interiorizando en una buena parte de nuestra propia sociedad. Ya no somos primera potencia y se están juzgando hitos de la historia que ocurrieron hace más de 530 años con la visión de hoy, con la distorsión evidente que provoca comparar realidades que en ningún caso son equiparables. En España se está asumiendo un discurso interesado que llega desde determinados países hispanoamericanos -que compran políticos españoles de ideologías populistas- cuyo fracaso obliga a desviar la atención con asuntos que no preocupan para nada a sus ciudadanos. Mientras su seguridad es un permanente coladero, fracasan sus políticas económicas y se empobrecen sin final, claman un perdón desde España que sería tan anacrónico como inútil.
En este día de la Hispanidad tendamos puentes y no construyamos muros innecesarios. El éxito de 300 años de estructura política y económica común, con gente diversa y separados por un océano, es un motivo de celebración y para trabajar en aumentar la unidad entre los pueblos hermanos.