El Parlamento Europeo acogió ayer uno de los debates más broncos que se recuerdan, según cuentan los cronistas habituales de la capital comunitaria. El asunto objeto de discusión fue el del tratamiento del catalán y su equiparación al español en las instituciones europeas, algo que provocó ánimos encontrados entre la derecha y la izquierda. Es curioso que sea esta última, que viene determinada por un carácter claramente internacional, quien caiga en manos y sirva siempre de muleta al nacionalismo. Sorprende mogollón, que dirían los jóvenes ahora. Pero ellos verán cómo han de responder ante sus electores en las localidades de origen de las que provienen cuando les pregunten. Lo cierto es que los independentistas, porque ya no pueden llamarse ni siquiera nacionalistas, han intentado imponer el catalán a martillazos durante muchos años y siguen con las mismas. No les han bastado las multas, la política humillante contra quienes utilizan o rotulan en español ni tampoco los altísimos índices de fracaso escolar en sus aulas. Ellos quieren payeses y segadors que piensen poco y se rompan la crisma contra la piedra, que básicamente eso y no otra cosa es el nacionalismo.
Albert Boadella, que pronto estrenará en Madrid su última obra de teatro, llamó en una ocasión al catalán dialecto del castellano. No iré yo tan lejos, pero las evidentes coincidencias léxicas, fonéticas y gramaticales, a la vista están. La Real Academia de la Lengua se pronunció hace varios años por un bilingüismo sin diglosia y la pusieron verde. Lo que está claro es que las lenguas son para comunicarse y no separar. En esta Cuaresma que acaba de comenzar, no estaría de más volver a la Biblia y releer dos de sus pasajes antagónicos, la Torre de Babel y Pentecostés. En el primero, Dios castiga a los hombres confundiéndolos con lenguas diferentes por construir una torre que llegase hasta el cielo. En el segundo, el Espíritu Santo envuelto en llamaradas de amor hace que personas de distintos idiomas y que vienen de varias partes del imperio puedan comprender una única lengua. El primer caso es el resultado de la disensión, como el otro día en el Parlamento Europeo, y el segundo, de la comunión y fraternidad. Qué curioso, insisto, que la izquierda siga optando por lo primero.
Ahora resulta que están envalentonados porque un Gobierno débil les compra todo el argumentario para sobrevivir unos meses más en el puesto. Como dice Boadella, el problema no es de los indepes o nacionalistas, sino de quienes les compran la mercancía, que somos el resto de España. Ya está bien de hechos diferenciales y demás patrañas. Nadie es más que nadie si no hace más que nadie. Esa sentencia puede leerse en el Quijote y no han variado mucho las cosas desde entonces, cuando el hidalgo, por cierto, llegó a Barcelona y fue atendido en un correctísimo español por el impresor que le dio noticias de Avellaneda. Estamos hartos de que nos traten como españoles de segunda, viendo cómo los delincuentes se ponen las penas a sí mismos y encima nos imponen su idioma minoritario. Con tanta Torre de Babel no es extraño que cuando la Guardia Civil habla alto y claro sobre el problema del narco, no les entiendan sus jefes políticos. Y no se atrevan a dar la cara por si les salta otro de los idiomas universales, el abucheo.