Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


El dolor

19/01/2025

Decir que la vida es un auténtico milagro, sería como aventurar que vivimos de puro milagro. Jamás olvidaré la imagen esperpéntica de aquel anciano, esquelético y de no más de metro cincuenta de estatura, que, en pijama y con una bolsa de orina en la mano derecha bamboleándola como si se hubiera encontrado en la escuela, con su cartera de colegial, recorría los pasillos de la undécima planta del Hospital 12 de Octubre, con Madrid al fondo envuelto en una espesa nube de polución, gritando frenético: «¡Estoy vivo de milagro! ¡Estoy vivo de milagro!»
Esa escena patética acaeció en 1984. Han pasado algo más de cuarenta años, y aquel milagro seguro que acabó, como acaban todos los milagros. Pero, para mí, aquella escena, digna de una obra de Shakespeare, sigue siendo la prefiguración de ese acosador en primer grado que nos acompaña desde el nacimiento a la tumba: el dolor, por más que nos conceda, de vez en cuando, por fortuna, instantes de plenitud en que tenemos la agradable impresión de que, de proponérnoslo, podríamos echar a volar
El diccionario de la RAE lo define como «una señal del sistema nervioso de que algo en nuestro cuerpo no anda bien. Una sensación desagradable, como un pinchazo, hormigueo, picadura, ardor o molestia. El dolor, sigue diciendo, puede ser agudo o sordo, intermitente o constante». Sin embargo, nuestra propia experiencia del dolor nos explica que la casuística es infinita, como infinitos son los modos de atacarnos.
De hecho, somos muchos los que no nos duelen prendas decir que no tenemos miedo a la muerte, pero sí, y mucho, a una enfermedad dolorosa. Particularmente, casi me atrevería a pedir le muerte que deseaba Julio César, aunque fuera en plena calle, como Stendhal, que, previamente, y como si lo hubiera intuido, dejó escrito en su diario que no hay nada vergonzoso en desplomarse una tarde en una callejuela o en una gran avenida de la bella ciudad de París.
Es evidente que esa misma civilización que, en palabras del autor de La Cartuja de Parma, aja las almas y nos torna cada vez más vulnerables al frío, al calor, al hambre, la sed y, sobre todo, el dolor, nos ha reblandecido hasta el punto de recurrir al analgésico, al primer indicio del dolor; generando un círculo vicioso que se enrosca a nuestro alrededor como una serpiente viscosa,
De cualquier modo, cuando hablamos de dolor, conviene advertir, cosa que no siempre se hace, que, si bien existen dolores agudos, sordos, intermitentes, constantes y hasta 'misereres', no todos son de signo negativo, sino que también los hay positivos. Dolores horribles de parto que concluyen con la llegada al mundo de un nuevo ser; dolores con expectativas de recobrar la salud, pudiendo de ese modo apreciar el tesoro que supone gozar d  la vida. E, incluso, los más terribles, los que abocan a la muerte, es más que probable que concluyan con el último latido, de ahí el rostro relajado y lleno de calma de los fallecidos. Por más que ahí entremos en el ámbito de las conjeturas. Durante años, reconozco, que viví obsesionado con lo que ocurría a quien le aplicaban el suplicio de la guillotina, tal como nos refiere Víctor Hugo en su relato 'El último día de un condenado a muerte'.
Sea como fuere, el dolor está ahí, con galenos o sin ellos. Por eso escribía Gracián, en su celebérrimo Criticón, «donde ahí más doctores, hay más dolores». Es un lugar común decir que el dolor más insoportable es la neuralgia del trigémino, seguido de cerca por 'los' dolores del parto y cólico nefrítico, sin olvidarnos, claro está, del tan terrible dolor de muelas, quemaduras, culebrillas, pancreatitis, cefaleas en trueno, golpes en los testículos, o, como un sibarita me confesó en cierta ocasión, una indigestión de ostras… No obstante, y como creo que le dije al doctor Vellando, curtido en mil batallas, ¿dónde situar el lacerante dolor de rodilla? ¿No tendrá, acaso, razón ese capitán que aparece en Jacques el fatalista cuando afirma con contundencia que no hay nada peor que un dolor de rodilla?
 

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