Augusto Ferrer-Dalmau es un tipo de elegancia robusta, sonrisa franca y afable, que transmite en un apretón de manos la energía de los que saben dónde están y están haciendo lo que quieren con el convencimiento íntimo, impagable e insobornable del curioso inagotable al que le apasiona su trabajo.
Un trabajador vocacional e infatigable que barniza cada una de sus obras con una labor de detalle, documentación, bocetaje, estudio y profesionalidad encomiables y admirables que, junto a un talento patente, le han elevado a la categoría de Maestro en su oficio.
En una época en la que nos nutrimos de inmediatez, ruido, fuentes sin contrastar, verdades de medio pelo y de compromiso analfabeto y patibulario con bandos y bandas, sin vislumbrar luces más allá de trincheras egoístas y paniaguadas, es admirable ver a un profesional a prueba de bomba que pinta con un cariño y una devoción que solo otorgan la vocación y la libertad forjadas y templadas desde el trabajo bien hecho y el compromiso con uno mismo.
Oír hablar a Ferrer-Dalmau es oír a un currante infatigable que patea Covadonga para entender cómo se desarrollaría allí una escaramuza. Indaga sobre cómo vestirían los combatientes. Busca cual paciente hormiguita ese documento que le confirme que la abotonadura de ese uniforme es de cinco o de seis porque aquí el rigor y la fidelidad sí importan.
Hurga en esa cota de malla, esa lanza, esa pica, esa espada ropera de lanza, de concha o de taza y esa mano que la empuña, abocetando auténticos estudios de anatomía. Se mimetiza en ese caballo agotado y ese jinete pensativo, en esos húsares y coraceros de las luchas carlistas. Se deja envolver, cuando ya todo ha acabado, cuando parece que ya nada importa porque todo importa, por y en esos pájaros que sobrevuelan el desolado campo de batalla.
Se embadurna del fango, porque parece que hay que explicarle a tanto político que hiperventila barro por la boca que hay dignidad en el fango que se pisa con honor, de 'El milagro de Empel'. Esa mística celebración de la victoria, sin éxtasis ni alharaca, de quien asume que el verdadero triunfo radica en la dignidad de la batalla y en la oportunidad de volver a librarla.
Por todo este bagaje emociona ver el brillo sincero de sus ojos cuando rememora el momento en el que logra dar caza al cuadro que estaba persiguiendo en Afganistán, 'La patrulla', donde, como dice Pérez Reverte se había puesto a tiro de talibán, jugándosela para documentar su obra.
Sobrecoge imaginar ese momento en el que visualice su cuadro, en el que mente y alma hagan click logrando sincronizar sus pensamientos, estudios y bocetos en cualquiera de esas lecciones de Historia que son sus cuadros y se susurre: «Lo tengo».
Ferrer- Dalmau pinta cuadros para ser leídos, aprendidos y aprehendidos. Pura Historia para entendernos, comprendernos, vacunarnos la necedad y ojalá, querernos un poco más. Trabajo arduo en esta España que se empeña en alimentar sus demonios desde casa.