En tiempos no tan pretéritos, lo digo ahora que estamos de conmemoraciones -diez años de la abdicación de Juan Carlos I, seis años desde que Sánchez accedió a La Moncloa, cinco años de aquel juicio del 'procés'*--, hubiera sido impensable un cartel electoral instando a los votantes a "mandar a la mierda" a los rivales de quienes firman ese cartel. Sin embargo, vemos una inmensa lona, en pleno centro de Madrid y suscrita por Sumar, con un gran lema al frente: "Mándalos a la mierda" (se supone que a la derecha, aunque tampoco se especifica más), y debajo se sugiere al elector "vota Sumar el 9 de junio, disfruta de las vacaciones". Serán nuevas tecnologías electorales, ahora que estamos en la era de la irrupción de los asesores algo esotéricos, pero no acabo de comprender la relación entre enviar a alguien a la mierda, votar a un partido y disfrutar de las vacaciones, muy merecidas por otra parte.
Al final de la campaña de las elecciones catalanas pude ver un cartel por las calles de Barcelona con un gran eslogan: "detenedlos", sobre la fotografía de Pedro Sánchez y Carles Puigdemont juntos. El responsable de tan equívoca leyenda (lo de 'detenedlos' y Puigdemont, ya sabe...) era Ciudadanos, que, pese al despliegue de tanto 'ingenio', se pegó el gran y cuasi definitivo batacazo en las urnas catalanas.
Si traigo estos dos ejemplos a colación no es (solo) para referirme a la mala educación que está recayendo sobre nuestras campañas electorales, al menos las de aquí, las de casa, que hacen cualquier cosa para empatar al posible y codiciado votante, sino también para realzar la pobreza de ideas que ha presidido una carrera hacia las urnas europeas -como hacia otras urnas- en la que ha habido broncas a granel sobre la mujer del presidente, o el 'caso Koldo', o han proliferado las trampas que se hacen los unos a los otros, en medio de acusaciones de 'y tú más' cuando los unos llaman 'mentirosos' o 'corruptos' a los otros.
De todo eso hemos tenido, y tenemos, mucho. Lo que no ha habido para nada es un debate sereno, constructivo, imaginativo, realista, sobre qué y cuánta Europa queremos: coordinación fiscal y defensiva, ampliación, recortes a la 'eurocracia', remedios para el campo, posición ante lo que ocurre con Rusia, ante lo que puede ocurrir con los Estados Unidos, con esa Iberoamérica de Milei y que hoy renueva la importantísima presidencia mexicana, una toma de posición unívoca y coordinada sobre Israel y Palestina*Nada. Europa no interesa. Ni a nuestros representantes ni, me temo, a muchos votantes.
Y claro que con los dos ejemplos que encabezan este comentario no quiero señalar apenas a dos formaciones que apadrinan carteles polémicos y por las que, lo advierto por si acaso, tengo enorme respeto. Son solamente ejemplos, porque ni las campañas del PSOE, del PP o de Vox han sido tampoco precisamente luminosas a la hora de abordar la que debería ser la cuestión focal en unas elecciones europeas: esa Europa sin la cual nada seríamos, que se la juega -por cierto con los mismos rostros al frente; de renovación, poco- y con la que nos la jugamos. Esa Europa algunos de cuyos más preclaros rostros nos avisan de que está entrando en un serio riesgo de tener la guerra en casa, no tan 'lejos' como Ucrania.
Pero, sobre todo, en el caso específico de España, hemos instaurado no solo el fin de la 'era del 78', o sea de la transición, con una amnistía sacada a la luz legal a trompicones y que ya veremos lo que es de ella: hemos establecido el fin de la era del diálogo, del consenso y de la transversalidad. Invocar ahora, por ejemplo, aquellos 'pactos de La Moncloa' para pedir una nueva forma de gobernar parece una utopía buenista, trasnochada y, sobre todo, quimérica.
Los tiempos que corren son más bien de instar al desconcertado elector a que mande a la mierda a quienes piensan de otro modo, de construir muros y de enfangarlo todo. Y conste que no creo que estas maneras de sal gorda sean patrimonio de la izquierda -aunque el gobernante siempre tiene más culpa que la oposición-- ni de la derecha. España, gran país, es, sin embargo, una nación que se ha vuelto mal educada: ya no sorprenden los insultos zafios en el Congreso de los Diputados, los bulos 'desde arriba', la exclusión de los periodistas en los grandes anuncios oficiales ni el salto olímpico de todas las líneas rojas que practican nuestros máximos representantes.
No, no caeré en el fácil recurso de decir que, a este paso, los representados, o sea, la ciudadanía, acabarán mandando a la mierda a sus representantes, dándoles la espalda, por ejemplo no acudiendo a las urnas. O, si acuden, votando por opciones extremistas que predican romper con todo lo establecido, incluyendo la propia Europa, y hala, todo a la mierda. Todo lo contrario: creo que ejercer el derecho (y el deber moral) al voto es la misión más sagrada que las buenas gentes de la calle tenemos encomendada; votar, elegir racional y razonablemente, apabullarles con la contundencia de nuestro mensaje, es quizá la única manera de evitar que nos manden a la mierda a base de no escucharnos y de que les importe eso, una mierda, lo que pedimos, pensamos y sentimos.