Editorial

La encrucijada comercial española ante los aranceles

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La reciente ofensiva arancelaria lanzada por Donald Trump contra los productos europeos ha puesto en jaque a sectores clave de la economía española, especialmente al agroalimentario. No se trata de una mera sacudida coyuntural: es un auténtico cambio de paradigma en el comercio internacional, donde el unilateralismo gana terreno y las reglas del juego, hasta ahora regidas por tratados multilaterales y una cierta lógica de libre mercado, se ven cuestionadas.

España, como parte de la Unión Europea, es una víctima colateral en esta guerra comercial. Y aunque las cifras son elocuentes (3.600 millones de euros en exportaciones agroalimentarias a EEUU en 2024, de los que 1.100 millones corresponden sólo al aceite de oliva), lo más alarmante es la dificultad de sustituir ese mercado a corto plazo. Estados Unidos no es un comprador más: es un destino donde el producto español ha logrado un reconocimiento que otros mercados aún no han alcanzado, ni en volumen ni en valor añadido.

Pero no es momento de lamentos. La respuesta del sector y del Gobierno español, canalizada a través del plan del ICEX y sus 14.100 millones de euros en ayudas y financiación, apunta en la dirección correcta: diversificar mercados, fortalecer la imagen del producto español y buscar nuevas alianzas. No es tarea fácil, pero es una necesidad que no se puede posponer.

Algunos sectores, como el porcino, tienen margen de maniobra en China, aunque se enfrentan a costes crecientes por los aranceles cruzados que afectan a insumos esenciales como la soja. Otros, como el de la almendra, están atrapados entre la escasa capacidad productiva nacional y la dependencia estructural del mercado estadounidense, lo que limita gravemente su margen de acción.

Canadá y México se perfilan como opciones interesantes, especialmente para productos hortofrutícolas. El resentimiento canadiense hacia Trump podría abrir puertas inesperadas, y la planificación estratégica de misiones comerciales demuestra que el sector no está dispuesto a resignarse.

Lo que se impone, por tanto, es una visión de largo plazo. Así como se superó el veto ruso o se adaptaron rutas logísticas tras el Brexit, esta nueva barrera puede convertirse en una oportunidad para redefinir la internacionalización del campo español. Ello requerirá inversión, innovación y unidad entre administraciones, empresas y cooperativas. También una diplomacia comercial más agresiva por parte de Bruselas, que defienda con contundencia los intereses de los productores europeos sin caer en represalias contraproducentes.

Porque al final, lo que está en juego no es sólo una partida de aceite o vino: es el modelo de inserción de España en el mundo. Un modelo que deberá resistir las sacudidas de un orden internacional en transformación, donde la calidad, la sostenibilidad y la capacidad de adaptación serán las nuevas claves del éxito.