Me declaro enemigo jurado de los souvenirs. Sin embargo, durante un reciente viaje a Japón, no tuve más remedio que regresar con una figura de metal y refulgente plástico del legendario Mazinger Z. Y estoy dispuesto a rebatir a cualquiera que insinúe que hice el primo al gastar 15.000 yenes (más de 90 euros) en algo que, además de caro, es perfectamente inútil. Porque, seamos sinceros, ¿quién no invertiría una fortuna en un objeto que, más que un simple robot de juguete, es una auténtica máquina del tiempo? Antes de Mazinger Z las sobremesas de los domingos estaban monopolizadas por las desventuras de la familia Ingalls y las lacrimógenas peripecias de Heidi y de Marco. Pero entonces, ya convertido en un mozalbete de instituto, irrumpió Mazinger para cambiarlo todo. Como tantos otros de mi generación, caí fascinado por los encarnizados combates entre el colosal robot pilotado por Koji Kabuto y los engendros mecánicos que, semana tras semana, enviaba el doctor Infierno en su afán de conquistar el mundo, a semejanza de un Trump antes de Trump. Y eso sin mencionar las más que evidentes insinuaciones de índole sexual que abundaban en la serie: desde el casi orgásmico «¡Puños fuera!» hasta el nada sutil modo en que Afrodita A, la partenaire femenina de Mazinger, disparaba sus pechos a modo de misiles. No es de extrañar que toda una generación de adolescentes pajilleros nos rindiéramos ante aquella explosiva combinación de tecnología y testosterona. Tampoco me sorprendería que Mazinger Z hubiera servido de inspiración para futuros miembros del colectivo LGTBI gracias al inquietante barón Ashler, un personaje cuya identidad de género dependía del ángulo desde el que se le mirara. Y ahora me basta con volver la mirada hacia mi Mazinger de juguete, llegado directamente desde Japón, para hacer que el tiempo retroceda y reencontrarme con mi yo adolescente. Quién sabe si todo lo vivido desde entonces no ha sido más que un sueño. Un largo, complicado y fatigoso sueño.