Alquilar un piso es misión imposible en nuestro país. El problema de la falta de oferta -sirva como ejemplo la bajada del 17% en la capital albacetense en el primer trimestre del año respecto al mismo período de 2023- tiene unas causas muy claras y ya no es exclusivo de las grandes capitales en las que la carestía de suelo y el exceso de población convirtieron en una olla a presión el mercado inmobiliario, con todos los riesgos que eso implicó y que se manifestaron de forma salvaje tras la crisis hipotecaria de 2008. Hoy, el problema del alquiler está, en primer término, en la legislación.
Los propietarios no ocultan los motivos por los que prefieren tener un piso cerrado y yermo a jugársela con un inquilino sin garantías. Los desahucios legítimos son maniobras farragosas y casi imposibles, además de lentos. El drama que se vivió con la crisis financiera demostró que el sistema español no estaba preparado para afrontar una amenaza hasta la fecha inédita. Miles de familias perdieron su hogar y se quedaron con las hipotecas, además de pagar plusvalías en ayuntamientos dirigidos por insensatos incapaces de empatizar con lo que estaba sucediendo.
En esa percha se han colgado los argumentos para legislar contra la propiedad. La pretensión de blindar a las familias vulnerables, fin decente y oportuno, ha abierto de par en par las puertas a quienes hacen de la ocupación ilegal, el impago voluntario y el destrozo impune toda una profesión. Los casos son cotidianos y en los juzgados están las pruebas: los desahucios respaldados por los jueces superan con mucho aquellos que son impedidos para proteger a los más expuestos.
La consecuencia más directa de esta realidad es que la oferta se agota en horas, pero no hay que menospreciar el impacto sobre el precio del alquiler. Ante las maniobras políticas para topar el alza de los precios, los propietarios están optando por cerrar los pisos, convertirlos en turísticos o alquilarlos por periodos de tiempo muy cortos para esquivar las limitaciones legales. Así, lo que llega al mercado es caro y exige infinidad de garantías a personas que ninguna sospecha merecen pero que no pueden acreditar un denso e inmaculado historial como inquilinos.
Por otro lado, las administraciones públicas tienen que hacérselo mirar. Los ayuntamientos abandonaron hace años las políticas de promoción de vivienda en alquiler en favor de fundaciones o colectivos sociales que tienen limitada su capacidad de acción. Por contra, los municipios, sobre todo los capitalinos, atesoran enormes bolsas de suelo público que pueden dedicar a construir vivienda accesible para personas jóvenes o con escasos recursos sin necesidad de crear guetos. Es necesario rectificar políticas de gestión y legislativas o la vivienda se hará inalcanzable.