Nunca la sociedad llegó a sentirse tan vulnerable. Cinco años han pasado desde que el COVID-19 irrumpiese dejando heridas que, en muchos casos, aún permanecen abiertas. Aquel agente biológico apareció con fuerza en una España que, de repente, tuvo que detenerse para afrontar el reto más difícil de su historia reciente.
El 14 de marzo, un mes y medio después de detectarse el primer caso, el país echaba el cierre tras decretar el Gobierno un Estado de Alarma que se alargaría hasta junio. Las calles se vaciaron, el ocio se detuvo e incluso las actividades económicas sufrieron un frenazo. Aquel año, el PIB cerró con una caída del 10,9 por ciento, según la Contabilidad Nacional. Festividades tradicionales como la Feria de Abril, las procesiones de Semana Santa o San Fermín tampoco se celebraron debido a una situación prácticamente inédita. El tiempo pareció detenerse aunque el avance del virus, que llegó a contagiar a más de 13 millones de personas, era imparable. Lo que parecía que no sería «más allá de algún caso diagnosticado», en palabras del director de coordinación del Centro de Alertas Sanitarias, Fernando Simón, acabó desencadenando una pandemia que desbordó el sistema de salud.
La crisis, según el Instituto Nacional de Estadística (INE), se llevó la vida de 150.426 personas en España hasta finales de junio de 2023, cuando se dio oficialmente por concluida. De la noche a la mañana, términos como distancia de seguridad, confinamiento o mascarilla se convirtieron en habituales, tanto como las videollamadas. El largo y estricto confinamiento, de más de 90 días, obligó a la población a modificar sus hábitos.
Para la mayoría, fue imposible visitar a sus familiares ingresados en los hospitales. Muchos no llegaron a despedirse de sus seres queridos. No había pasado un mes del estado de alarma cuando el 2 de abril se llegaron a contabilizar hasta 950 fallecidos en un solo día, el peor de la emergencia. La situación incluso obligó a que el Palacio de Hielo de Madrid se convirtiera en una morgue improvisada que acogió 1.146 cuerpos, dejando una imagen estremecedora.
Cada día se esperaba un mensaje diario de esperanza de Fernando Simón, convertido durante momentos en la voz oficial de la pandemia, que nunca llegaba. Conseguir un test de diagnóstico o una mascarilla se convirtió en una auténtica quimera.
La situación acabó ocasionando otros daños colaterales. En 2022, un informe de la Organización Mundial de la Salud (OMS) reveló un aumento de la prevalencia de la ansiedad y la depresión del 25 por ciento en el mundo. En territorio nacional, el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) apuntaba recientemente que el año pasado hasta un 18,2 por ciento de la población necesitó una consulta por un problema de salud mental.
Pero de aquella etapa también salió un lado solidario en forma de homenaje a los sanitarios y a aquellos situados en la primera fila de la emergencia. Quien no recuerda cómo cada día, a las 20,00 horas, los balcones de España se convertían en un coro conjunto de aplausos de miles de personas. Fue una pequeña dosis de unidad, pero también de optimismo para hacer frente a la primera de las siete olas principales que sufrió el país a causa del virus.
Vuelta a lo conocido
Poco a poco, aquel esfuerzo de la sociedad acabó fructificando. El verano de aquel 2020 trajo un proceso de desescalada que acabaría derivando en la nueva normalidad. La mascarilla había llegado para quedarse, pero se podía salir a la calle, trabajar y hacer una vida casi normal. Parecía que se avanzaba, pero la batalla no había acabado. Antes de acabar aquel año, llegaría otro estado de alarma el 25 de octubre y también el toque de queda, que ocasionó fuertes protestas a lo largo del territorio.
Diciembre trajo el inicio del ansiado proceso de vacunación, dando el primer paso hacia una vuelta a la normalidad que ni la variante ómicron detuvo. Ahora, cinco años después, el virus convive con nosotros sin esa letalidad, pero con el recuerdo muy presente.