Allá por los finales de los 40 y principios de los 50 un novillerito valenciano apellidado Ávalos (no recuerdo el remoquete con que se anunciaba en los carteles) debutó en la Plaza de Toros de Albacete. Pegó un petardo de padre y muy señor mío. Eran los tiempos en que se revelaron Chicuelo II, Montero y Pedrés y todavía remoloneaban por la provincia albaceteña los Maera, Pepete, Pinturas, Algarra y tantos más que se quedaron en el intento. Sólo salieron adelante Chicuelo II, Montero y Pedrés. Montero tuvo peor suerte y se acabó antes, pero Pedrés y Chicuelo hicieron historia. Los tres fueron matadores de alternativa y le dieron la vuelta triunfal vestidos de luces al mundo en el que el toreo estaba asentado en aquella época, en España y en América.
Aquel Ávalos era el padre del Ávalos actual, metido en política y lanzado a la palestra por Pedro Sánchez, y se quedó en las primeras matas porque como torero era más malo que la carne de pescuezo. Sin embargo su retoño ahora, respaldado por Sánchez, ha llegado a ministro y parece que se va a despedir de la política con un escándalo más que regular. Y ello por mucha cara de despistado que ponga, como diciendo «a mí que me registren». Hace como que no comprende el tiberio que ha montado ese tal Koldo que él ha colocado en el carril de la política sucia del clásico de dos me llevo una, de cuatro tres y de ahí para arriba «san para mí que los santos no comen». El Ávalos actual es un especialista del despiste y mira para otro lado como si no supiera de qué va la cosa. Un Koldo que se ha sacado de la manga y que ronea a su alrededor como hacen las moscas sin perder de vista el panal de rica miel ha montado «la parda». Y mientras se ha montado un tiberio más que regular, Ávalos juega al despiste. Pero esto está a punto de caramelo y a un paso de echar chispas.