Nuestra población envejece. La prolongación de la vida, ese cuestionable logro de la ciencia médica, se ha convertido en una fuente de problemas y de angustia. En el estado del bienestar, pocas cosas causan tanto malestar como el miedo al envejecimiento y deterioro de nuestros mayores. ¿Cómo cuidar a unos padres cada vez más frágiles y más necesitados de ayuda cuando apenas nos las apañamos para cuidar a nuestros hijos, que confiamos a las guarderías, al comedor del colegio y a la academia de inglés? En el pasado la vida era más corta, las familias más grandes y la responsabilidad de cuidar a los padres, cuando surgía, casi siempre recaía en las hijas, en especial si eran solteras. Hoy hacemos malabarismos con unos padres cada vez más ancianos cuya autonomía puede volatilizarse de un día para otro. El abuelo vigoroso y feliz se ha convertido en un mito, mientras que el deterioro físico y cognitivo es una amenaza real. De repente, los hijos dejan de ser visitantes de fin de semana y se convierten en la última barrera que se alza entre sus padres ancianos y el abandono. Y nadie los ha preparado para ello. La decisión de recurrir a una residencia, amén de triste, en muchas ocasiones resulta imposible dado lo prohibitivo de sus precios. Hay familias se ven obligadas a renunciar a su herencia y malvender la casa paterna para poder hacer frente a mensualidades que doblan el importe de un sueldo modesto. En respuesta a esta necesidad de poner el cuidado de los mayores en manos ajenas, las cuidadoras son una opción frecuente. Si van a una farmacia en un pueblo pequeño comprobarán que la mayoría de los clientes son las cuidadoras de esos ancianos que nutren la demografía fantasmagórica de nuestra España rural. La situación crece y se agiganta de forma exponencial. Hoy sufrimos el problema. Mañana, el problema seremos nosotros.