Coincidiendo con el 45 aniversario de la revista que, también él, contribuyó a gestar, Barcarola acaba de rendir homenaje al albaceteño Antonio Martínez Sarrión, poeta, narrador y ensayista, Figura señera de la posguerra, intelectual apasionado por el cine, el jazz y el periodismo; un hombre irrepetible que sirvió de guía y referente a toda una generación albacetense que lo conoció, lo trató y, de alguna forma, se impregnó de su estilo poético y narrativo, de una exigencia fuera de lo común. Él mismo lo repetía: «No es nada fácil ser escritor, como tantos necios creen. Todo pasa por un proceso de exigencia diario; un quehacer cotidiano; una insistencia machacona. Todo eso, unido a lecturas de calidad, termina haciendo de ti un escritor. Lo demás es cuestión de gusto y de suerte».
Para muchos jóvenes de nuestra ciudad, Antonio Martínez Sarrión, lo conocieran personalmente o no, fue un ejemplo de intelectual y de poeta puro; un referente moral. Y, como tal, le rendían homenaje visitándolo en Madrid. Él los acogía cariñoso, paciente; leía sus versos, les prodigaba consejos, y, al contrario de Juan Ramón Jiménez los animaba en su quehacer, les aconsejaba lecturas; en una palabra, los trataba de igual a igual.
Por aquel entonces, fiel a su extraordinario nivel de exigencia, aun formando parte ya del célebre grupo de los Nueve novísimos, no se había prodigado mucho. Aunque había iniciado su carrera poética en 1967, su consagración se inició con El centro inaccesible (1981), libro que incluía sus cuatro primeros poemarios, desde 1967, por más que contuviera poemas harto conocidos, como, por ejemplo, 'El cine de los sábados', que todos nos sabíamos de memoria.
Contribuyó poderosamente a conocerle su célebre traducción de Las Flores del mal de Baudelaire, una traducción audaz, valiente, y, como tal, criticada por los puristas; pero que, sin embargo, junto a la de Carlos Pujol, contribuyó, y de qué manera, a dar a conocer en España un poemario que marcaba el inicio de la poesía moderna.
Y así, ahíto de los grandes poetas de nuestro tiempo, Lorca, Aleixandre, Guillén, Neruda, Valente, pero también Rimbaud, Mallarmé, y los clásicos españoles, Quevedo, Góngora y Garcilaso, fue dando a luz, uno tras otro, a lo largo de la década de los ochenta poemarios que ya son clásicos: Horizonte desde la grada (1982), De acedía (1984) y Ejercicios sobre Rilke (1986), de una pureza de líneas y de una solidez diamantina.
Un día de 1991, nos sorprendió a todos con su incursión en el difícil ámbito de la autobiografía. Su libro, presentado en la Diputación de Albacete, llevaba por título Infancia y corrupciones (prologado por Carmen Martín Gaite) y nos deleitó con una prosa de una densidad valleinclanesca. El Albacete que presentaba, con una crudeza y un lirismo muy suyos, era el de su infancia hasta su salida del nido familiar. Cinco años después, en 1996, daba a la estampa el segundo volumen de su autobiografía, Una juventud, centrado en Murcia y, posteriormente en Madrid. Dos libros en los que, íntimamente imbricado con el desolador ambiente, se daba a conocer a fondo, sin aditamentos, con una gran sinceridad, en medio de páginas en que la sátira brilla a niveles quevedescos.
Siguieron nuevos poemarios, Preferencias Cordura, Cantil; libros en prosa, Jazz y días de lluvia (tercer volumen de su autobiografía); un apasionante libro de peculiares ensayos, Cargar la suerte; otras traducciones (Genet, Leiris, Chamfort, Hugo y Musset); nuevos libros de ensayos, La cera que arde, Cercos y asedios, en lo que ya era una entrega total a la literatura. También, en aquella época le llegó el amor, el hijo ansiado hijo, y todo lo demás, hasta que una madrugada de septiembre de 2021, llegó la "liberadora" con la guadaña.
Quedaron la familia añorante, los libros, su mancheguismo (mezcla de quijotismo y sanchismo), con sus huellas indelebles, como la de su paisano y amigo José Luis Cuerda.