Nos abre la puerta de su estudio madrileño, ubicado en la calle Bernardino Obregón, muy cerca de la Glorieta de Embajadores. A continuación, nos invita a tomar asiento en uno de los sofás donde atiende a las visitas, pero me cuesta admitir como norma el paso inexorable del tiempo. La clave de Rafael Canogar puede estar en trabajar desde niño en lo que más le apasiona. Sorprende la vitalidad, la energía y la envidiable lucidez del artista toledano.
«La edad – afirma - te viene sin darte cuenta, pero apenas la notas, si no tienes achaques y sigues trabajando. Yo vengo todos los días al estudio y tengo más trabajo que nunca. Soy un afortunado. El trabajo me mantiene en forma. Si no tuviera nada que hacer, sería muy duro», confiesa este pintor prematuro, con la camisa remangada y un chaleco verde oliva.
Al contrario de otros niños de la España de posguerra, que diversificaban los juegos, para Rafael los lápices de colores eran una obsesión. Su juguete preferido. No ha dejado de «jugar» con los colores hasta hoy. Más de ochenta años le contemplan. En los catálogos que tiene encima de la mesa se recoge una obra muy premiada y las fotografías de miles de cuadros.
«Cuando me pongo en la mesa de trabajo – explica - es como un juego. Un juego importante. Disfruto jugando con las formas, con las manos y con los colores. Esto es algo impagable». Recuerda que la primera tela que coloreó de chaval medía 20x20 centímetros y siempre ha agradecido a sus padres, pese a las reticencias iniciales, que le ayudaran, pagándole durante cinco años las clases con el maestro Daniel Vázquez Díaz. Eran tiempos difíciles, de cartillas de racionamiento y pan amarillo de almortas.
«Quise que este país fuera libre, como mi obra» - Foto: Juan Lazaro«París era más caro de lo que pensaba y tuve que pedir a mi familia que me enviara dinero»
«Cuando empezó la guerra civil – afirma el pintor - yo tenía un añito y no me acuerdo de nada, pero si recuerdo bien la posguerra. Vivíamos en las afueras de Toledo, con una terraza abierta desde la que se contemplaba un bonito paisaje, con los cigarrales de fondo y el río en la lejanía. Luego, nos fuimos a Madrid, cuando yo tenía seis años, pero en verano volvía a Toledo con mis tíos y mis primos». Recuerda la plaza del Ayuntamiento, junto a la catedral, las cucañas, los gigantes y cabezudos y gente disfrazada con vejigas. «También algo del Corpus Cristi, con los balcones engalanados». apostilla.
A los 19 años (1954), se gastó el dinero percibido por un mural en la estancia de casi doce meses en París. «En ese momento la capital francesa era el centro cultural y artístico de Occidente. Donde ocurría todo. Y, además, nos pillaba cerca. Sin embargo, París era más caro de lo que yo pensaba y tuve que pedir a mi familia que me enviara más de dinero. Aquella primera vez fui con Luis Feito y el poeta y crítico de arte Manuel Conde, que después formaría también parte del grupo El Paso».
«Quise que este país fuera libre, como mi obra» - Foto: Juan LazaroEn esos años - mediados de los 50 - se abrió una nueva galería de arte, Fernando Fe, muy cerca de la Puerta del Sol, en defensa y promoción del arte abstracto. Rafael Canogar empieza a ser un artista conocido y también reconocido. «Mi profesor, Vázquez Díaz, hablaba muy bien de mí y, cuando le visitaban galeristas, coleccionistas o antiguos discípulos suyos, siempre me recomendaba».
«En los años 50 el paisaje español era un complemento para ese nacionalismo que propugnaba Franco»
Los premios internacionales más prestigiosos y la venta de buena parte de su obra fuera de España le sirvieron para ganarse también el reconocimiento dentro de nuestro país. Su primera galería era italiana, y le compraba 25 cuadros al año por contrato. Después llegaría Juana Mordó y una larga clientela procedente de distintos países.
«Quise que este país fuera libre, como mi obra» - Foto: Juan Lazaro«España ha cambiado mucho, pero en los años 50 sólo se apoyaba a los artistas que dedicaban su obra a nuestro paisaje. El paisaje español era un complemento para ese nacionalismo que nació con Franco y que instauró la idea de una nueva España, representada en los paisajes de Benjamín Palencia y Alberto Sánchez, que además eran republicanos. Nosotros – defensores del arte abstracto y del informalismo – éramos seguidos por tan poca gente que ni les importábamos. Nos dejaban de lado. Así que nuestra carrera la tuvimos que desarrollar fuera. El éxito de nuestro trabajo fue reconocido, sin embargo, en el exterior como un arte muy español. El Museo del Prado y los grandes maestros españoles nos dieron esas raíces y esa identidad».
A lo largo de la entrevista, Rafael Canogar enlaza unas historias con otras, dejando que la memoria se detenga en situaciones y circunstancias vividas en primera persona. Le pregunto por su vinculación y relaciones con los componentes de El Paso, por la elección de Cuenca como sede de este movimiento artístico y no se olvida de subrayar el papel jugado por algunos compañeros. «El que vivía en Cuenca era Antonio Saura porque había caído enfermo y le recomendaron los aires de la Ciudad Encantada. También tenía una casa allí su hermano Carlos, que rodó en Semana Santa su primer corto sobre El Paso. Pasamos unos días juntos, hablando de nuestra pasión: el arte nuevo y el informalismo. Fernando Zóbel se vino a Madrid, como coleccionista y amante del arte abstracto. Luego varios artistas, entre ellos Manolo Millares, Eusebio Sempere y José Guerrero, se compraron también casa en Cuenca. Yo no quise caer en la trampa».
¿Por qué?, le pregunto. «Porque los artistas no podemos estar juntos. Necesitamos conocernos, pero poco tiempo. Solo el necesario. Recuerdo que, cuando Cuenca era ya una especie de colonia de creadores y de personas que admiraban el nuevo estilo de esta ciudad, tirando muros y haciendo paredes blancas, con nuevas ventanas, viví una anécdota muy elocuente, estando de visita en casa de Eusebio Sempere. El pintor alicantino no hacía más que mirar por la ventana. ¿Qué hacía? Él mismo me lo explicó. Resulta que había un coleccionista, pariente de Zóbel, y Sempere quería ver a quien visitaba. Y si iba a ir o no a su casa. Esas cosas son tremendas».
Rafael Canogar, con Emiliano García-Page (presidente de Castilla-La Mancha), Carlos Velázquez (alcalde de Toledo) y Xandra Falcó (presidenta de la Real Fundación de Toledo) - Foto: Foto cedida por el pintorEn otra ocasión, el arquitecto Antonio Fernández Alba, recientemente fallecido, le ofreció comprar en buenas condiciones una vivienda en un edificio que había construido en Hilarión Eslava (Madrid). «La compraron Antonio Saura y Manolo Millares, pero yo preferí comprármela en la calle Jorge Juan, donde tenía mi estudio. Manolo Millares y Antonio Saura terminaron muy mal por la cercanía. Con la proximidad, saltan chispas».
«En un primer momento, se pensó hacer el Museo de Arte Abstracto en Toledo, en lugar de Cuenca»
En medio de un montón de catálogos que cubren la amplia mesa que tenemos delante, aparece uno de Fernando Zóbel, creador del Museo de Arte Abstracto Español, en Cuenca. Sobre Zóbel, precisamente, aporta Canogar una información que revela algunas de las contradicciones del ser humano. «En un primer momento, pensó hacer el museo en Toledo, por la cercanía de Madrid, y cuando conoció a Gustavo Torner y este le dijo '¿por qué no lo hacemos en Cuenca?', la reacción de Zóbel fue: '¿y a mí que se me ha perdido en Cuenca?'. Después visitó Cuenca, le gustó y llegaron a un acuerdo con el alcalde. Entonces, allí se reunieron Torner, Gerardo Rueda, Guerrero y el propio Zóbel, formando otro grupo, diez años después de la creación de El Paso y los primeros movimientos vanguardistas».
Rafael Canogar, muy cercano a Manolo Millares, visitaba de forma esporádica la ciudad castellanomanchega invitado por este último. La relación entre ambos se prolongó durante mucho tiempo. «Nuestros hijos se hicieron amigos y yo nunca he perdido mi relación con Cuenca. Es una ciudad que me encanta visitarla y la influencia del Museo Abstracto en ella me parece impresionante. Empezaron a coleccionar obras los bares y hasta en el viejo cementerio había una sepulturera que hacía cuadros abstractos con raíces, que luego pintaba de oro. Cuando venía alguien de fuera de Madrid a verme me lo llevaba enseguida a Cuenca para contemplar el museo. Sin embargo, nunca quise establecer allí mi residencia porque conozco las dificultades que genera la convivencia entre artistas, como te he comentado anteriormente».
La trayectoria profesional de Canogar ha sido reconocida con numerosos premios y distinciones internacionales y nacionales. Incluso le llegaron a dar un premio que horas después le quitaron por una confusión que no acabó de creerse. Recuerda con emoción el primer galardón internacional que recibió en 1969, mientras veraneaba con su buen amigo, José Luis Verdes, en Nerja (Málaga). «Me dieron el premio de una bienal celebrada en Cagnes-Sur-Mer (Francia) coincidiendo con la llegada del hombre a la Luna. También me emocionaron los premios recibidos a mediados de los 50, cuando empezaba a ser conocido».
El premio de ida y vuelta, otorgado por la galería Lisson, de Milán, prefiere tomárselo a broma. «Yo había recibido una invitación para esos premios internacionales, uno de los cuales recayó en Francis Bacon, que ya destacaba como bandera de una nueva figuración. Entonces, yo tenía tan solo 19 años, y mi galería de Roma envió un cuadro mío al concurso. Y un día, de madrugada, llaman a la puerta de casa y me hacen entrega de un telegrama en el que dicen que me han concedido uno de los premios de la galería Lisson. Me fui de nuevo a la cama y unas horas después vuelven a tocar al timbre y me dan otro telegrama en el que señalan que ha habido un error y que ese premio no era para mí, sino para Manuel Rivera. Yo he sido jurado muchas veces y esa equivocación nunca se da. El jurado debió de pedir la carpeta del artista Rafael Canogar y pensó que no tenía todavía edad para el premio, mientras que Manuel Rivera era diez años mayor que yo».
«Tengo cuatro hijos artistas, de dos matrimonios, y sé que van a cuidar mi legado»
En las paredes y en los bastidores repartidos por el estudio-oficina del pintor toledano pueden contemplarse obras de diferentes etapas del artista. Su autor reconoce haber vuelto a comprar cuadros suyos que ya había vendido y admite su alta capacidad de producción, sobre todo al inicio de su carrera.
«Cuando el éxito te llega tan pronto, no lo sabes gestionar adecuadamente. Yo me casé a los 24 años con una americana y expuse en galerías de Nueva York y Los Ángeles. Antes de volver a España, fuimos a visitar al director de exposiciones del MoMA, Frank O'Hara, y me dijo que había una galería que estaba interesada en trabajar conmigo. Estoy hablando de los años 60, pero yo tenía ya la idea de cambiar de estilo. Quería reencontrarme con el espectador de una forma más fácil, utilizar más las imágenes. Por lo tanto, les dije que me lo iba a pensar. Podría haberme quedado en EEUU, donde mi obra fue muy buscada, pero a costa de perder mi libertad. Las galerías no te permiten cambiar porque es lo que le compran los coleccionistas. Nunca he querido caer en la trampa que te pone el éxito. Yo he recibido a gente que viajaba desde Norteamérica sólo para visitarme en mi estudio, y se volvían a casa al día siguiente».
¿Cuántos cuadros habrá pintado en su vida? Según sus cálculos, alrededor de 6000 cuadros, más los que borraba con la espátula en su etapa de formación. «En la inauguración del Espacio Rafael Canogar, en Toledo, pregunté a mi secretaria y me dijo que existen 6900 cuadros míos catalogados. Sin contar las esculturas, los dibujos y la obra gráfica».
A Rafael Canogar no le preocupa la posteridad, pero sí dejar todo lo más ordenado posible. «Tengo cuatro hijos artistas – aclara – y sé que van a cuidar mi legado. Mi gran pasión ha sido pintar los cuadros y lo que pase después me importa menos».
Su vida ha sido el estudio, hasta el punto de convertir durante la pandemia su casa de vacaciones en centro de trabajo. «La mitad de mi vida la pasé en una dictadura, pero siempre quise que este país fuera libre, como mi obra. Me parece inadmisible lo que está pasando ahora», se lamenta, mientras me dedica uno de sus últimos catálogos.
«Toledo me ha inspirado mucho, pero mi relación con sus instituciones ha sido algo distante»
Al padre de Rafael Canogar le tocó luchar en el bando republicano durante la guerra civil y al finalizar la contienda prefirió buscarse la vida en Madrid, para evitar posibles represalias. «Toledo entonces era un pueblo grande, pero un pueblo, en el que todo el mundo se conocía. Mi padre, seguramente, aunque nunca me lo dijo, tuvo miedo de quedarse en Toledo. Él no hablaba nunca de la guerra, ni de sus experiencias en el frente, como ocurría con muchísimos españoles. Después de estar en Madrid, por razones de trabajo de mi padre, nos fuimos a vivir un año a San Sebastián. Era encargado general de la empresa Saconia y le enviaron al País Vasco, donde estaban haciendo una obra importante».
Aunque los recuerdos de esa época son un tanto borrosos, Rafael guarda con bastante nitidez en su memoria el despertar de su vocación artística en la comunidad de vecinos de San Sebastián donde residían. «En aquel edificio vivía un pintor bastante conocido en el País Vasco, que se llamaba Olasagasti. Yo tenía doce años. Mi madre le enseñó lo que yo había pintado y él nos recomendó a Martiarena, un profesor de pintura algo bohemio que vivía en un chalé y que me mandaba pintar las verdes colinas de San Sebastián. 'Estos verdes – decía – tienen que ser más húmedos'. Y yo intentando pintar aquellos verdes más húmedos, hasta que salían».
De vuelta a Madrid, por recomendación de Martiarena, me presenté a Daniel Vázquez Díaz y me aceptó como alumno. Allí coincidí con Agustín Ibarrola, fallecido en noviembre del año pasado, y con Cristino Vera». La presentación en sociedad de Canogar coincidió con una exposición colectiva en la madrileña galería Xagra, con Cristino de Vera y otro pintor del que no recuerda su nombre. Después vendría una exposición individual en la galería Altamira, con cuadros pintados en el estudio de Vázquez Díaz. «Como no vendía ningún cuadro, mi maestro llamó a sus amigos y me compraron todo lo que había», recuerda.
Tras haber pintado una obra gigantesca, Rafael ha vuelto a su ciudad natal, Toledo, de la que salió siendo un niño, con una exposición permanente – Espacio Rafael Canogar – que lo devuelve y reconcilia con sus raíces. «Me fui muy pronto de Toledo, pero mi madre me transmitió un amor enorme por la ciudad. Toledo me ha inspirado mucho, aunque la relación con sus instituciones siempre ha sido algo distante. Me hicieron hijo predilecto, me han dado medallas y otras consideraciones, pero yo no he visto ni un solo cuadro mío en el Ayuntamiento o en el Palacio de Fuensalida. Nunca me han comprado un cuadro y la escultura mía que hay en Toledo la he donado yo».
El presidente de Castilla-La Mancha sí le ha reconocido en varias ocasiones que tenían una deuda con él. «Yo le decía que no me deben nada, porque estar en Toledo ya es un regalo para mí». A modo de consuelo, Canogar recuerda que Juan Gris, Picasso, Julio González o Pablo Gargallo tuvieron que irse fuera de España para proyectarse como artistas. Los políticos no son capaces de defender a los nuestros desde los inicios. Yo lo he podido comprobar en mi larga vida profesional».