La suciedad y el ruido que están emponzoñando a la política española en los últimos años, con virulencia tras la pandemia de la que en teoría íbamos a salir todos mejores y con mayor énfasis tras la dramática DANA de finales de octubre que se ha cobrado más de dos centenares de vidas, además de muy triste es también preocupante. La tendencia de la política nacional a sostener sus argumentos no sobre la razón o el afán de entendimiento para procurar el bien común, que en teoría no es otra cosa que ese arte de la res publicae que decían los romanos, sino sobre la confrontación constante, las emociones y un sensacionalismo que hace muy fácil esa adulteración de la realidad, está asentándose cada vez más en la clase política, a todos los niveles.
Las mentiras o las medias verdades interesadas lanzadas desde las instituciones públicas contra las que los españoles llevamos luchando muchos años, son un atentado a la esencia de la democracia que puede parecer nimio, pero que a fuerza de crecer se ha hecho un alarmante cáncer cada día más difícil de extirpar. Es una mala deriva que ha convertido ese 'estrés político' en un estallido de acusaciones y desmentidos, en una carrera de adrenalina incontenida y llena de riesgos que no lleva a ninguna buena parte.
Se quejan los políticos de que la ciudadanía no cree en ellos; se queja la ciudadanía de que todos los políticos son iguales, y no en lo bueno precisamente. Algo está fallando en la sociedad democrática que está haciendo que haya mucha crispación, desconfianza y desafección; quizás sea el error de creer que todo lo bueno que hemos conseguido en las últimas décadas va a durar para siempre porque sí, cuando a poco que se mire bien se descubre que lo que no se cuida se estropea, sobre todo si, además de no cuidarlo, se lo maltrata.
Es triste y peligrosa esa forma de hacer política desde la trinchera y no desde el diálogo, con las tripas y no con la razón, considerando al adversario político como enemigo y no como defensor de otras formas de hacer política. Y da pena que esa agresividad, que nada puede ofrecer más que pasos atrás en el bien común, esté encontrando fácil abono en el día a día. Quienes nos representan deben simbolizar lo mejor de la sociedad, no caer en bajezas que a ningún lado bueno llevan, porque además el riesgo de contagio es inevitable y no estamos para ir más cuesta abajo.
Si los representantes políticos que nos dejan elegir son, en teoría, los mejores entre todos los posibles para desarrollar esa labor, deben demostrar no sólo capacidad de gestión, sino también respeto a quienes les dieron su confianza, y enzarzarse en peleas de este tipo no sirve de nada y deteriora en su base a la ya castigada democracia.