En un artículo reciente titulado Maravilloso silencio, Antonio Muñoz Molina se quejaba de que el nuestro es un país ruidoso hasta lo insoportable. «Amar el sosiego es un grave inconveniente para quien vive en España», afirmaba el escritor. Y señalaba que, amén de una cuestión de incivismo, el hecho de que vivamos asediados por el exceso de decibelios es una práctica fomentada y provocada desde las propias instituciones con independencia de su rango o importancia, sin olvidar a la iglesia católica, muy proclive a conmemorar las fechas claves del calendario litúrgico con tambores, trompetas y estrépitos varios. Hagamos un ejercicio de tolerancia y aceptemos que el ruido es un elemento inevitable de las fiestas patronales. De hecho, el comienzo del mes de mayo marca el pistoletazo de salida (perdón por esta frase, no he podido evitarla) de un sinfín de festejos que oscilan entre la modestia de una simple verbena de barrio y ese ensayo general del Armagedón que es la Feria de Albacete. Pero repito, seamos tolerantes y aceptemos dicha calamidad como inevitable, un rasgo característico de nuestra cultura que se pierde en la noche de la especie (no me cabe duda de que el homo antecessor ya les daba el coñazo a sus vecinos allá en la sierra de Atapuerca). ¿Pero de verdad es comprensible que no haya Ayuntamiento ni Diputación capaz de organizar lo que sea sin altavoces atronando, música pachanguera y el consabido idiota ladrando eslóganes junto a un micrófono? Las carreras populares son un buen ejemplo. Hace poco tuvimos, además, el paradójico caso de la Fiesta del Libro, en la que se derrocharon los vatios a centenares con el propósito de fomentar la lectura, como si libros y ruido no fueran enemigos irreconciliables. Más recientemente, el Día de la visibilidad lésbica nos ha demostrado que no basta con que las minorías se dejen ver, sino que además es imprescindible que se hagan notar a fuerza de reventarle los tímpanos a la ciudadanía.