2008. Los 'brotes verdes' mudaron a negros

Carlos Dávila
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ETA mata, Otegi y De Juana, en la calle

2008. Los ‘brotes verdes’ mudaron a negros

Yo no sabía exactamente cómo decirlo. Pregonarlo para que la creyeran, pero no había forma. Elena Salgado, una docta ingeniera de Telecomunicaciones metida a vicepresidenta del Gobierno y ministra de la cosa económica, se desgañitaba predicando la recuperación de nuestras cuentas domésticas. Pero la realidad era tozuda y apenas empezado aquel año, la Bolsa española se pegó un trastazo de padre y muy señor mío; nada menos que cayó el IBEX el 7,54 por ciento, la que se creyó la mejor bajada de la historia, pero el sofocón no duró mucho porque, apenas 24 horas después, corría ya el 22 de enero, y sin que nadie lo entendiera los valores recuperaron la sensatez y se alzaron hasta el 6,95 por ciento. ¿Cómo se explicó aquello? Pues de forma ambigua: el Gobierno proclamó que el vaivén era síntoma preclaro de la buena salud de nuestras finanzas y los expertos más cautos y reputados advirtieron que no había que confiarse que pronto podríamos padecer otra crisis. Y se produjo, aunque hubo que esperar, afortunadamente, hasta finales de 2008 cuando, de nuevo el día 10 de diciembre estalló otra hecatombe en las bolsas nacionales: aquel día perdieron un 9,14 por ciento y naturalmente, todos nos quedamos con la copla de que se trataba del peor resultado del que se tenía memoria. 

 

El Gobierno de Zapatero hacía un año, según declaró el presidente, que se hallaba en la Champion mundial de los mejores datos económicos. Pero entonces no ganaba para sustos, porque el día de Navidad, el dichoso Instituto Nacional de Estadística publicó que la Encuesta de Población Activa reflejaba un ascenso del paro nada menos que hasta los 2.598.800 desempleados. La cifra parecía -perdón por el barbarismo- «impeorable» pero ¡qué va! porque en la siguiente entrega la EPA alcanzó la cifra emblemática y brutal de los tres millones de españoles en edad de merecer empleo sin lograrlo.

 La economía no nos daba respiro y la banda criminal ETA tampoco. Estrenó este año con el asesinato de un concejal socialista de Mondragón, Isaías Carrasco. La conmoción nacional fue enorme, pero entonces ya se constató que la unidad de los partidos democráticos había volado, como si se la hubiera puesto una bomba, por los aires. El presidente del Partido Popular, Mariano Rajoy, quiso llegarse hasta el lugar donde se había instalado la capilla ardiente del edil pero el jefe del socialismo vasco, Patxi López directamente se lo impidió. «Aquí -se le dijo- no eres bienvenido». Todo porque el PP no había ofrecido apoyo a la bajada de pantalones de Zapatero ante ETA a la que ya nos hemos referido en otro capítulo. Naturalmente que esta división estúpida dio alas a los asesinos que, con cierta prontitud, perpetraron otros crímenes: los del guardia civil José Manuel Piñuel, el del brigada retirado del Ejército, Luis Conde en la villa cántabra de Santoña, y el del empresario vasco de Azpeitia, próximo al PNV, Ignacio Uría. ETA destrozaba la paz y la convivencia nacional, pero el Estado parecía no querer enterarse. Dos miembros conspicuos, de los más crueles de ETA, salían en aquellos tiempos de la cárcel y ya fueron recibidos en sus pueblos con sendos homenajes. Un principio para lo que ya ahora se produce con unanimidad  irritante. Fueron liberados por el que años después es jefe supremo de Bildu, la coalición sucesora de la banda, Arnaldo Otegi, y el exertzaina Iñaki De Juana Chaos que había retado a las Fuerzas de Seguridad con dos huelgas de hambre, dos mentirosos episodios que sin embargo abrían, de común, los telediarios de toda España.

 ETA seguía a lo suyo y el lehendakari, Juan José Ibarretxe, empeñado en proclamar la independencia de la fantasmal Euskal Herria, los tres territorios franceses y la propia Navarra incluidos. Así que, ni corto, ni perezoso llevó al Parlamento de Vitoria la Ley Vasca de Consultas, un texto que desde entonces ha sido modificado en tres ocasiones, las tres, claro está, para hacer todavía más rotunda la idea de la secesión. A la sazón, la figura del juez Garzón ocupaba -según él deseaba- páginas y páginas de nuestra prensa nacional. Una vez, Garzón daba la de arena y torpedeaba las actividades de dos organizaciones, las caras más amables de ETA, Acción Nacionalista Vasca y el Partido Comunista de las Tierras Vascas, y otra la de cal, la investigación descarada de todas las personas que presuntamente habían sido asesinadas por el bando franquista antes, en y después de la Guerra Civil. La razzia se quedó en nada, tanto que llegó a veces al ridículo de publicitar el hallazgo de fosas comunes donde, según la propaganda del Gobierno, se habían hallado cientos de cadáveres de militantes llamados «rojos», a la postre resultó que los huesos encontrados pertenecían no a personas identificables, sino a animales perfectamente conocidos, perros y caballos entre ellos. 

 Pero, a pesar de todo lo relatado, el sufrido y a veces sorprendente pueblo español siguió dando su confianza a Zapatero. Tanto que en las elecciones celebradas el 9 de marzo, su Partido Socialista logró un resultado estupendo, 169 Diputados, al borde de la mayoría absoluta cifrada en 176, contra los insuficientes 154 de Rajoy. España entonces estaba teñida fuertemente de rojo, sobre todo Andalucía donde, al tiempo que las generales, Manuel Chaves revalidó su mayoría aplastante en los comicios regionales. Los socialistas se mofaban de la escasa prestancia de la oposición, encima dedicaba a partir en dos o tres pedazos. En Navarra, donde había funcionado decentemente la relación entre la Unión del Pueblo Navarro y el PP, el dirigente máximo de los regionalistas, Miguel Sanz, se puso estupendo y, de acuerdo con el empresario de Corella, Antonio Catalán, íntimo amigo de Zapatero, boicoteó el pacto y rompió los persistentes esponsales políticos. Desde entonces, el centro derecha español no se ha recuperado en el Viejo Reino. Aquella fue una enorme operación del PSOE organizada para subvertir una realidad: nunca hubiera llegado al Gobierno de Pamplona con un centroderecha unificado.

 José Luis Rodríguez Zapatero, ufano en su indigencia política, tiraba de euros, al estilo avasallador que más gusta a los socialistas, y se hizo fuerte (al menos eso creía él) con el denominado «Plan E» («Plan ¡Eh…!» tal y como se le caricaturizaba en las calles). El Plan se llenó de pistas para bicicletas, de los nacientes patinetes y de rotondas en pueblos mínimos y en grandes ciudades. Cómo sería la cosa que el embajador francés, nacido en las tierras donde predominan las «carrefour», las rotondas, llegó a decir festivamente en un acto hotelero: «Nosotros las hemos inventado y ustedes lo españoles las han doblado». Eras declaraciones divertidas no como las que salían de la chistera de los cocineros hispanos, alterados con una polémica sin fin que se declaró el día que el desaparecido Santi Santamaría, chef del Hesperia, insultó al mítico Ferrán Adriá acusándole de «atentar contra la salud humana». Nada menos. Adriá le pagó con el desdén viniéndose a Madrid, como tantos otros catalanes, en un AVE que se inauguró en febrero después de numerosos incidentes técnicos. En Zaragoza se inauguró la Expo-2008, el agua era el motivo, pero allí claro era algo para la eternidad: los aragoneses nunca ofrecerían el agua de su Ebro. ¡Faltaría más! En esas seguimos.