Ayer me aconsejó mi amigo Antonio Campos que es bueno permitir que el pájaro de la tristeza revolotee sobre mi cabeza, pero que no puedo dejar que anide en ella. Le acepté el consejo y lo comparto hoy con vosotros.
Un mundo dominado por las redes sociales donde florece el postureo peor maquillado, la proyección más inverosímil de una historia feliz, las fotos impostadas que simulan un viaje de ensueño a un lugar idílico o el primer plano de un plato en un restaurante caro que, posiblemente, se haya comido en soledad, está eclipsando algo tan natural y tan auténtico como las emociones.
Y si estás triste, no pasa nada. No pasa nada si duele el pensamiento o si lastima la ausencia. No pasa nada. Nada pasa si el puñal de la melancolía atraviesa tu garganta y el nudo que se genera te impide tragar. No, no pasa nada si se desgarra tu alma por la partida de un pilar. La despedida definitiva, la última, la del punto y final. No pasa nada si la miramos de frente y la sabemos gestionar.
Toca abrir una ventana a la esperanza, al deseo de volver a sentirte en forma de luz, a saber encontrarte guiando nuevamente mis pasos, a buscarte en la memoria de mi corazón, de donde nunca te fuiste. Toca recomponerse tras el tsunami, sobreponerse al golpe, recuperarse del embiste y continuar caminando.
Toca ser optimista. Volver a volar. Continuar el viaje. Avanzar.
Es hora de hacer balance, de inventariar los valores que impregnaste en mi adn, de sacar brillo a mi apellido, de dignificar mis raíces y de estar a la altura. Es hora de quererte como siempre y para siempre.