Era inevitable; la maquinaria judicial se mueve lentamente, pero por fin han aparecido sospechosos de haber cometido delitos vinculados a la corrupción, donde el cohecho, estafa, tráfico de influencias y malversación toman el protagonismo de lo repugnante, infección social que sigue deteriorando la convivencia satisfaciendo intereses despreciables de una clase política desacreditada. No es nada nuevo en el panorama partidario. Además de gente honrada, no pocos sinvergüenzas aprovechan su poder en las instituciones públicas para enriquecerse y tejer una red clientelar con la que asegurar su futuro y su banda, porque conforman auténticas organizaciones criminales, perfectamente estructuradas con el reparto de funciones y el objetivo perverso de cometer delitos. Sus líderes, asesorados por especialistas en blanquear dinero y desarrollar toda una ingeniería financiera para esconder capitales, aprovechan su capacidad de extorsión y las ventajas de controlar recursos públicos para atesorar capitales sin remilgos. Mientras se trata de comisiones comerciales u operaciones económicas regateando la ley solapando gestiones ilícitas regateando los controles administrativos, sin dejar de ser reprobable, podríamos incardinarlo en la picaresca más obscena; pero si de la seguridad de los ciudadanos ser trata, la gravedad se dispara a cotas desproporcionadas y hace brotar todo tipo de calificativos, reproches morales y retribuciones legales.
La estructura gubernamental que impera en estas fechas detenta el poder desde antes de la tragedia colectiva, que mató a unos cien mil ciudadanos en España. Lógicamente, las fuentes oficiales y su caterva de voceros mediáticos se preocuparon de reducir esa terrible cifra, todo un ejercicio de malabarismo escamoteando información demostrando una terrible forma de manipular desde la hipocresía oficial. Nadie sabe exactamente cuántos afectados por la enfermedad quedaron marcados para parte o toda su existencia, lo que debería suponer un plus en la deuda impagable de responsabilidad.
Inoperancia. La inoperancia desde la mentira, empanada de perniciosas dosis de ideología sectaria, se encargó de provocar directamente el fallecimiento de una buena parte de los que cayeron en las primeras acometidas, cuando una mayoría de los ciudadanos, incluyendo profesionales sanitarios, ignoraban la capacidad letal del enemigo invisible. Esa incompetencia, disfrazada de falaces representaciones teatrales diarias, ofertando profesionalidad y expertos inexistentes, abonaron el camino a la desinformación y favorecieron la expansión de una pandemia agresiva sin miramientos, porque no distinguía entre buenos o malos, veteranos o jóvenes, que fueron dejando presencias insustituibles. Y en esa vorágine de insensatos, garrapatas sociales, mamones de tres al cuarto, fueron apareciendo los que sacaban provecho injusto de una necesidad imperiosa, elementos esenciales para protegerse o sostener la vida de quienes iban a morir.
Errores incomprensibles. La precipitación sin maldad llevó a errores comprensibles y cien veces perdonados, pero hubo decisiones del Gobierno español que ralentizaron iniciativas de las autoridades autonómicas, a las que se apartó de la compra. Hasta hubo quién se arrogó el control absoluto de las residencias de mayores para afrontar el problema desde el poder central. En pocos días, porque en ambas variables los acaparadores de poder se arrugaron en el silencio, las respectivas comunidades autónomas se pudieron manos a la obra con aciertos y con tremendos errores. Sin embargo, determinados responsables políticos del ámbito estatal siguieron buscando recursos sin control, aceleradamente, mediante empresas ajenas al ámbito sanitario con personajes opacos anhelando oportunidades de negocio, testaferros, comisionistas, conseguidores, morralla social amparada por el poder, que atesoraron dinero sin mesura. Esperábamos la respuesta policial y judicial, instrumentos descabezados para reducir su eficacia, que debe repartir retribuciones penales a todos los que se enriquecieron mientras enfermaban -muchos siguen con secuelas-, y morían los otros.