Entrevistar a Jean Ortiz, maître de conferences en la Universidad de Pau, colaborador en L’Humanité y fundador del prestigioso festival cultural y foro de reflexión CulturAmérica de Pau es muy fácil y muy difícil. Fácil, porque no hay trabas ni condiciones, salvo una cortés petición de llamarle «Juan, no Jean». Difícil, porque sus respuestas son un chorro de información que cuesta ceñir a un artículo. Lo que sigue, en realidad, es un fragmento de una conversación mucho más extensa, que daría para varios artículos más sobre la historia, la política y la cultura de Francia y España.
¿Por qué fracasó la invasión del Valle de Arán?
En octubre del 44, había un estado de euforia general entre los españoles que habían contribuído a echar a los nazis del sur de Francia; era posible derrotar al fascismo y las noticias que llegaban de España eran que entre los jerarcas de Franco había miedo a una intervención aliada. Por eso, se pensó en crear una zona ‘liberada’ bajo un gobierno provisional que reivindicase la legalidad republicana ante los aliados. Pero cuando entraron, decía mi padre, los mismos pastores y campesinos que ayudaban a los guerrilleros y los recibían con los brazos abiertos les denunciaban a la Guardia Civil en cuanto pasaban de largo. El miedo, o el cansancio tras tantos años de sufrimiento, o ambas cosas, pesaron más en la población, y la reconquista de España soñada nunca llegó a hacerse real.
¿Qué pasa tras la guerra?
Sucedió que, hasta el año 1950, los españoles siguieron siendo muy activos, tanto en el campo político como en el militar. Su situación era más bien era alegal, en teoría lo que hacían no estaba permitido, pero se consentía. Habría una abundante prensa española, las organizaciones políticas estaban muy activas, se apoyaba a los maquis que combatían en España, incluso numerosos combatientes contra los nazis entraron en España, para incorporarse a los grupos de maquis que seguían luchando en territorio español contra el régimen de Franco.
¿Y por qué acaba toda esa actividad en 1950?
Porque se puso en marcha la Operación Bolero-Paprika, que supuso acabar, de golpe, con toda aquella actividad. En 1950, el ambiente había cambiado de forma radical. Ya eran tiem pos de Guerra Fría y, aunque en Francia había un Gobierno de centro con ministros de izquierda, entre ellos François Miterrand, los franceses optaron por normalizar sus relaciones con Franco, que por aquel entonces se presentaba ante el mundo como un campeón del anticomunismo para hacer olvidar su apoyo a Hitler,
¿En qué consistió?
Comenzó con una campaña de ataques desde varios medios, algunos de gran prestigio, como Le Monde, en la que se hablaba de una supuesta ‘Quinta Columna’ comunista que pretendía apoyar, desde el sur, una supuesta invasión del sur de Francia. Luego llegó una operación policial y una serie de deportaciones en cadena, al Este de Europa, a otros departamentos de Francia o a las colonias, que afectaron a los dirigentes más conocidos de la comunidad española. Y eso, aunque muchos de ellos eran héroes condecorados y reconocidos.
¿Y a partir de entonces? ¿Su padre se quedó quieto?
Mi padre no se quedó quieto, de ninguna manera. Lo recuerdo vendiendo de forma clandestina el Mundo Obrero, organizando actividades solidarias en pro de los opositores a Franco, pidiendo firmas, por ejemplo, para protestar por el proceso de Burgos o contra la ejecución de Grimau. Y, firmaron muchos franceses, tanto de derechas como de izquierdas porque, hasta hace muy pocos años, en Francia, había una conciencia antifascista que alcanzaba a todos los estratos de la sociedad, independientemente de las ideologías, no como sucede ahora, tras el sarkozismo, que borró esa conciencia común, y con la irrupción del Frente Nacional. En el terreno personal, mi padre nos transmitió una fuerte conciencia de clase. Le recuerdo presionándome hasta lo indecible, con rabia, para que estudiase, diciéndome que no debía hacerle el juego a los ricos, a los poderosos, «porque ésos -me repetía-no quieren que la gente como tú estudie, te quieren ignorante, dócil, servil, para que no preguntes, paraque no protestes, para que no luches».
¿Su padre mantuvo el contacto con su familia?
Si, pero por unos canales muy enrevesados. Con su historial, con la censura, con las represalias que sufrió su familia, con parientes directos encarcelados, usar el correo normal no era una opción. Había gente, buenas personas, que no se habían significado políticamente durante la guerra, que hicieron una labor muy callada que no se ha reconocido, pasando cartas de un lado a otro para que las familias rotas por la guerra no se rompiesen del todo. Por ejemplo, muchas cartas de mi padre que, años después, me encontré en un viejo baúl en La Gineta, habían llegado de Valencia.
¿Qué era ser español en la postguerra, en el Sur de Francia?
Había de todo. Para unos, éramos viejos camaradas de lucha; para otros, éramos lo mismo que son hoy los árabes de los suburbios. En la escuela, en los patios de colegio, era muy normal escuchar todo tipo de comentarios despectivos en tu contra, por el mero hecho de ser español. Te acusaban, como pasa ahora con otros inmigrantes, de venir a Francia a quitarles el pan.
¿Y usted cómo lo llevaba?
Con mucho orgullo, dijesen lo que dijesen. Jamás he dejado de sentirme ginetero. Aunque nací y me crié en Francia, yo me siento de La Gineta, de Albacete y de España. Lo tengo tan claro como que mi padre se murió español, republicano y comunista, hasta el fin.
¿Cuántos resistentes españoles se negaron al final a nacionalizarse franceses?
Menos de los que dice la propaganda. En torno a la Resistencia hay muchas leyendas, casi todas falsas. Por ejemplo, De Gaulle decía que toda Francia fue resistente, y hoy se sabe que sólo un uno por ciento de los franceses combatieron en Francia contra los alemanes. Y lo de que los españoles renunciaron, orgullosamente, a hacerse franceses, al acabar la guerra, tampoco fue cierto. Hubo quien se negó, como mi padre, pero muchos se nacionalizaron, sobre todo por la familia, por los hijos. Francia era un país mucho más avanzado que la España de entonces, que los rechazaba, y el hecho de ser combatiente antifascista te abría puertas, te daba un prestigio, mientras que en España eso era un baldón.
¿Volvió su padre a España al morir Franco?
Sí, y fue una experiencia muy hermosa, pero también muy dolorosa. Volvimos a La Gineta, y fue maravilloso y terrible. Maravilloso, por el reencuentro familiar, por recuperar esos lazos rotos por la guerra; terrible, porque la España que vimos no era, ni de lejos, la España que vivíamos en Francia, donde había una amplia comunidad española acostumbrada con naturalidad a vivir a la libertad y la tolerancia. Era, en cierto sentido, la España que muchos soñaron en el 31, cuando se proclamó la República, pero fuera de España. Cuando llegamos a La Gineta, con Franco muerto, en el pueblo le pedían a mi padre que se callase en público; en casa, podía decir lo que quisiera pero, al salir por la puerta, chitón. Y lo llevaba fatal. Hasta que un día sus parientes le explicaron que muchos de los demócratas «de toda la vida» que se paseaban por la calle, con todo el descaro, eran los mismos que les habían reprimido y machacado duranté años, ellos o sus padres. Y eso, con la trayectoria que él tenía, le dolío en lo más hondo.