Todavía vivía Franco; es más, parecía eterno. Hacía unos meses que Carrero Blanco había volado por el cielo de Madrid. Se descomponía el régimen como un cadáver putrefacto. Había traidores por doquier. Franco parecía una momia. Corrían rumores insistentes sobre su inminente muerte. En medio de aquel patio de Monipodio, que era El Pardo, Arias Navarro, conchavado con Carmen Polo y el marqués de Villaverde, trataba por todos los medios de quebrar la voluntad del dictador: el proyecto era nítido; se trataba de mandar a Juan Carlos con su padre sin tardanza a Portugal (o al infierno) e instaurar como príncipe y heredero a Jaime de Borbón, esposo de Carmencita, asegurándole de ese modo el rango de futura reina de España.
El cogollito lo tenía muy claro; pero había que andarse con ojo con el viejo león, el cual, aunque moribundo, daba zarpazos terroríficos, como el que había hecho desempolvar el garrrote vil para acabar con la vida de 'El Metge'. ¡Que no se dijera que a Franco le temblara el pulso! Esa vacilación fue decisiva en la nueva 'Corte de los Milagros', donde permanecían los fieles ojo avizor, en especial Girón de Velasco y Blas Piñar (el Le Pen) español, en quien la vieja guardia confiaba a pies juntillas.
Era tal el estado de desmoralización, que cada cual trataba de buscarse la vida, en espera de que Franco muriera en su mullido lecho (como así ocurriría unos meses más tarde). Para entonces, los encargados de regir los destinos de España, esos mismos que hoy, cincuenta años más tarde, pretenden enseñarnos la triste Historia, llevaban babero y, por lo general, vivían bien instalados.
Nosotros, en la triste provincia, andábamos a dos velas de lo que ocurría en los grandes mentideros de España, y seguíamos nuestra sorda lucha por 'hacernos hombres de provecho'. Una noche, en el Secretariado de Cursillos (aquella vieja casona de la que puedo hablar largo y tendido, situada en la encrucijada de la calle Baños con la de la Feria), se nos anunció la visita de dos ilustres personajes. Sería noviembre de 1974. La reunión, con toda el aura romántica de los 'Carbonari', tendría lugar a eso de las once de la noche. Con la 'insouciance' de nuestros años de juventud, nos personamos, abrimos el portón de entrada, caminamos por aquellos largos pasillos de losetas mal encajadas y llegamos a la sala donde celebrábamos nuestras reuniones de grupo. Media hora más o menos más tarde, oímos el pesado aldabón, acudimos a abrir y vimos ante nuestros ojos a tres caballeros, enfundados en gruesas pellizas. Tras el saludo protocolario, nos siguieron hacia la sala que brillaba como una luciérnaga en plena oscuridad.
Nada más entrar, se frotaron las manos y, despojándose de sus bufandas, contemplamos sus rostros. «¡Qué fría noche!», exclamó, con voz ceceante, el que parecía tener más edad. Era Joaquín Ruiz-Jiménez, antiguo ministro de Educación; le acompañaba un hijo del célebre fundador de la CEDA, José María Gil-Robles. Venían de Murcia, tal como nos dijo el compañero, un joven avispado y canijo, al que conocíamos del Instituto. La conversación, una vez disipada nuestra timidez mutua, adquirió cada vez mayor intensidad, hasta acabar pareciendo viejos camaradas. Estaban preparando, con toda la ilusión de que eran capaces, pese a la falta de medios, el programa de lo que pretendían que fuera el futuro partido de la Democracia Cristiana, de la que conocíamos algo por la lectura del semanario 'Cuadernos para el Diálogo', fundado por Ruiz Jiménez. Cuando salíamos a la calle, concluida la reunión, Gil-Robles, con voz firme y vehemente, exclamó: «La tortilla está a punto de dar la vuelta; hay que estar preparado». «¿Para qué?», inquirió alguien desde la sombra. «Pueden imaginarlo».
El desastre de la Democracia Cristiana, llegado el momento de la verdad, no tuvo paliativos. Don Joaquín, desilusionado, hizo mutis por el foro; pero, cuando en 1997 vi a Gil-Robles presidiendo la Comunidad Europea con el PP, me acordé de la tortilla, y me dije, esbozando una leve sonrisa: «De casta le viene al galgo».