El funcionario municipal descuelga el teléfono y dice en tono correcto «Ayuntamiento de Letur, ¿dígame?». Sólo que no está en el Ayuntamiento, en la Casa Consistorial, porque es imposible.
Tras escuchar con paciencia, él mismo da la explicación al hecho. «No, de momento estamos aquí; la oficina del Registro Municipal está cerrada, después de la riada, es que no hay acceso».
A su lado, una compañera atendía una de las muchas ofertas para echar una mano: «¿Ropa?, ahora mismo no se necesita, pero gracias». Tampoco hay necesidad de alimentos u otros suministros.
Ambos trabajaban a destajo desde un piso situado justo encima del consultorio médico que, hasta nueva orden, es la sede del Ayuntamiento y de la Diputación, y de la Junta, y hasta de la Administración General del Estado.
Es una oficina única, abierta por todas las administraciones, a la vez, para poder dar una atención lo más rápida y eficaz posible a los afectados por la riada que, de una forma u otra, son los 929 habitantes de Letur.
Sentados frente a los funcionarios, o apoyados contra la pared, están siete vecinos. Los rostros y los ademanes muestran el cansancio físico y mental. Hablan en voz muy queda, sacan fuerzas de donde no las tienen.
Cuando se les pregunta, unos rechazan contestar. Dan las gracias a los medios por la cobertura, «pero es que ya no queremos salir más, es demasiado». Lo que contestan van a lo práctico, a lo concreto, que es para lo que están.
«Yo estoy aquí para ver lo de mi coche, que se lo llevó la riada y desapareció», dice una señora. «Vengo para solicitar información por la vivienda, que la tengo destrozada por el agua», indica una chica joven que está a su lado.
«¿Y usted, señora? ¿Por qué está aquí?», inquiere el reportero. «¿Yo? Ay hijo, yo estoy aquí por las dos cosas, por el coche y por la vivienda», dice con la misma naturalidad con que cualquiera hablaría de la lista de la compra.
Mientras estos siete ejemplos de la España real esperan su turno con paciencia infinita, de repente, sin previo aviso, desembarca la España oficial. Una columna de próceres y medios llega, ve, se réune y se va sin decir nada.
El torbellino dura unos minutos. Los que esperan se mantienen ajenos al espectáculo. «¿Pero quiénes son?», pregunta uno, extrañado por el jaleo. «No sé, me suena el más gordo, pero no sé quién es», contesta el de al lado.
Mientras tanto, las dos señoras siguen a lo más práctico, esto es, ver qué hay de comer para el mediodía, después de que les atiendan. «No te compliques mucho, yo hoy les hago albóndigas, que así me da para dos días».