Antonio Herraiz

DESDE EL ALTO TAJO

Antonio Herraiz


Un grito

10/11/2023

Se reflexiona muy poco sobre la idiosincrasia de las gentes de una ciudad o de una provincia determinada. Lo suelen hacer personas de fuera del territorio, con clichés en ocasiones malintencionados y con tópicos demasiado previsibles. No me sirven. En cambio, esos análisis sobre el carácter de un pueblo sí son muy interesantes cuando los realizan vecinos que llegaron de otros confines y llevan años asentados en una determinada comunidad; también son bastante fiables los de aquellos que, habiendo nacido en un lugar concreto, hace años que marcharon a vivir a otro punto. La distancia siempre ayuda a diseccionar al personal con mayor precisión. 
Nacho Cardero y su libro Aquello que dábamos por bueno (Editorial Espasa) me han abierto el apetito para analizar lo que somos o cómo nos comportamos los que habitamos en estas tierras de Guadalajara. La Alcarria –y se encarga de recordarlo Cardero– es una comarca de temperaturas extremas, lo que impregna a sus habitantes de un «pragmatismo» y un «carácter de perpetua resignación». Es una ciudad «que presume de gente buena y humor extraño, gente que se debate entre el orgullo y la decadencia». Son gentes, estas de Guadalajara, cuyo carácter viene moldeado por «las tierras que les vieron nacer» y donde «los afectos dejan de crecer a edades tempranas. Luego se estancan y echan raíces».
A pesar de esta licencia que uno se ha permitido, Aquello que dábamos por bueno no es un simple análisis de cómo somos por aquí o cómo nos las gastamos. Nada de eso. No ha sido, ni mucho menos, la pretensión del autor. Esas píldoras que va intercalando Cardero sobre nuestra propia condición de guadalajareños y alcarreños es una parte en clave localista de las muchas que nos hacen pensar. Porque el libro del director de El Confidencial no está escrito para lectores superficiales o para los que quieran destriparlo sin dejar de hacerse preguntas en estos tiempos en los que todo se tambalea. La anestesia que arrastramos desde el inicio de la pandemia nos ha reducido buena parte de nuestra actitud crítica y este libro, directo a la yugular del que lo acaricie entre sus manos, nos pone frente al espejo y nos desnuda en un momento en el que se han derrumbado, de la noche a la mañana, muchos de los pilares que dábamos por buenos. Es un grito a una generación o a unas cuantas. Una llamada de auxilio con la que examinar un cambio de era del que estamos siendo protagonistas involuntarios.  
Esta radiografía del tiempo que nos ha tocado vivir perfectamente podría considerarse como un ensayo. En cambio, Cardero no lo ha limitado a ese género literario abierto al análisis profundo y también a la interpretación. Aquello que dábamos por bueno introduce amplias notas biográficas, elementos propios de un diario e, incluso, capítulos que podrían servir de despegue a una novela basada en hechos reales. Tiene un poco de todo y lo define el propio escritor: «Es una melodía sin partitura». 
Es esa parte biográfica la que permite al lector sumergirse en el Alamín, uno de los barrios más castizos de la ciudad, donde su abuelo Esteban destripaba conejos con una navaja, canta la ronda –mi ronda– por Navidad y «hay un almendro florido/ con un letrero que dice jódete y no haber venido»; es la que desnuda al autor contando el agónico nacimiento de su hija prematura y, apenas cinco meses después, la muerte de su padre tras haberse contagiado de coronavirus en el propio hospital; y es también la parte que sirve de homenaje a su abuelo materno, Domingo Cardero Prieto, al que en aquel primer contacto con la prensa local leí junto a firmas legendarias, como la de Avelino Antón, Luis Monge Ciruelo, Bernabé Relaño o Eugenio García de Miguel Vegarmi