Siempre ha existido una conchabanza hispana empeñada en medrar a costa de otros. No es más que una actividad inmoral que en ocasiones alcanza la categoría de ilegal. Y en ese mundo del convoluto político los más sinvergüenzas logran pingües beneficios. Son bastantes los que se dejan llevar por la codicia más asquerosa y reciben algún que otro óbolo recompensando determinados favores o regalías. El cohecho recoge desde el punto de vista jurídico esa costumbre ancestral de pagar y cobrar mediante contubernios oficiales.
El que tiene capacidad para regalar objetos o dinero suele pretender la reciprocidad que un negocio sucio suscita. Los que manosean el poder, en el peor de los supuestos, traicionan la confianza que los ciudadanos depositan en sus decisiones y deben estar perfectamente enmarcadas por la ética legal. Aunque no se puede esconder la pertinaz petulancia de los poderosos, donde se constata una descarada desvergüenza por parte de algunos mindundis envanecidos por su prepotencia institucional, perfectamente engrasada para amasar fortunas desde las poltronas del gobierno.
Los sabios y eruditos de la moral universal se han puesto tradicionalmente de acuerdo para definir la peor deslealtad hacia sus pueblos por parte de dirigentes, en muchos casos, aupados mediante el uso torticero del ejercicio democrático. Son demasiados los caraduras alardeando de limpieza, mientras detentan una conciencia putrefacta disfrazada de protocolo y verborrea propios de un privilegiado soporte. Hemos visto y escuchado alegatos contra la corrupción por parte de auténticos delincuentes disimulando honra. La palestra parlamentaria ha permitido que no pocos seres despreciables vociferen reclamando una conducta ética que no practican. La clase política acoge una caterva de malandrines asegurándose profesión y beneficios desproporcionados, que saben disimular con el asesoramiento de profesionales del embuste llenándose los bolsillos.
En las filas partidarias van acomodándose indeseables pretendiendo avasallar sentimientos para enriquecerse. Los más sucios, untados sin control, se revuelcan en la grasa más pegajosa sin el menor remilgo, pues conocen el modo de timar y camuflar la inmensa relación de óbolos que recogen cada día.
No hay peor escena pública que varios cerdos untándose mutuamente para regocijo de los obtusos, fieles adeptos de la miseria humana, atragantándose de dinero en sus paradisíacas pocilgas. En estos días, parece ser, se vislumbra con timidez la posible retribución pendiente para una parte de aquellos despreciables chorizos aprovechándose de la tragedia colectiva. Mientras morían españoles a montones, y en todos los rincones, muchos más de lo que nuestros representantes políticos y sus expertos informaban, determinados referentes sociales, paladines de la autoridad moral histórica, se entrelazaban como serpientes viscosas para ganar dinero. Los amigotes, tan desvergonzados como ellos, entregaban sus óbolos para untarlos con estremecedora fruición. Las tramas ilícitas entre los miembros de verdaderas organizaciones criminales, emboscados en el poder, pergeñaban sus estratagemas interponiendo testaferros, adláteres y babosos pancistas. No les faltaba detalle perverso para escamotear a determinados controles asépticos, que los hay, con estrategias criminales; y el mundo se queda pequeño para tanta fanfarria financiera. El reparto de funciones supone una de las variables que determinan la existencia de una banda criminal.
El rango de una cuadrilla suele escalafonarse con apodos y símbolos para identificar a sus miembros. Los líderes se guardan muy bien de exponerse a la identificación, aunque no faltan errores que los dejan al descubierto. El cohecho, malversación y tráfico de influencia son como pulpos gigantes, cuyos tentáculos pueden alcanzar distancias inimaginables. Pero seguimos recibiendo andanadas con monsergas sobre que la pague el que la haga, tolerancia cero a la corrupción, limpieza política, decencia moral, honradez a ultranza, ejemplaridad sin paliativos, y tú más o no me toques que me tiznas. La clásica desfachatez inmisericorde de los que untan con óbolos.