Puertollano celebra hoy una de las tradiciones más hermosas de Castilla-La Mancha y también de España, el Santo Voto. Cuenta la historia que en 1348, año de la peste negra que asoló Europa, Puertollano quedó reducido a un escaso número de familias que, en agradecimiento a la Virgen de Gracia por haber sobrevivido a tan letal pandemia, le ofrecieron la promesa de recordar ese momento mediante el guiso común y compartido de un ternero que mataron para ello. Desde entonces y hasta ahora, cada jueves previo a Pentecostés, el pueblo entero de Puertollano, el rico y el pobre, el largo y el bajo, el estirado y humilde, comen de la misma olla, de aquel guiso que se hizo en agradecimiento mariano por sobrevivir a tan adversas circunstancias. El grande de Julián Camacho me invitó un par de ocasiones a vivirlo con él y su magnífico equipo de Imás, haciendo la radio en el Paseo de San Gregorio, que es donde se reparte el guiso. Tiene Julián, por cierto, un himno precioso a Puertollano que el pueblo ha hecho suyo, la mejor forma y manera de reivindicar el valor de una obra. «Dicen que nunca fue puerto, dicen que llano no es, pero se llama Puertollano, el pueblo al que yo siempre querré». Olé.
La verdad es que el Santo Voto este año ha venido a coincidir con el acto sagrado de la democracia, que es votar cada cuatro años. El error es haber reducido un sistema que Churchill definió como el menos malo de los conocidos al mero hecho de votar, cuando la democracia, que ha pasado por diferentes etapas desde que la concibieron los griegos para repartir las haciendas de la polis, es mucho más que eso. Por lo pronto, ya en época moderna, la democracia no puede concebirse sin la real y auténtica separación de poderes que consagró Montesquieu en El espíritu de las leyes. Pero, sin duda, mucho más eficaz esta democracia representativa nuestra que tenemos ahora que la directa que ejercían los griegos y que en sociedades de masas y contemporáneas es muy difícil de ejecutar. El Santo Voto es el de Puertollano a la Virgen, pero algo de sagrado, mistérico e incluso telúrico existe en el maravilloso hecho de ejercer el voto e introducir el sobre en la urna.
Siempre defendí el derecho a la abstención, puesto que no es cierto el aforismo según el cual «luego no puedes quejarte». Si pago mis impuestos, naturalmente que puedo hablar, opinar y considerar las cosas, aunque no vaya a las urnas por un desacuerdo o actitud desabrida con el sistema partitocrático que nos deja esta democracia de la postverdad. Pero, analizando todas la aristas y considerando la mayor parte de los puntos de vista, entiendo, colijo y defiendo que es mucho más sano e inteligente ir a votar y participar en el sino de tu ciudad, región o país. Básicamente, porque es un arma que el ciudadano tiene y que nuestros antepasados no dispusieron de él. Sólo por lo que lucharon y lo que dejaron atrás en el camino durante su consecución, sólo por ello y el digno acto de recordarlos, renombrarlos y reivindicarlos… sólo por ello, merece la pena ir a votar. En blanco, nulo o a quien se considere, pero ir a votar, aunque las previsiones digan que lloverá a cántaros. Tanto sacar a San Isidro en procesión y rogativas, es lo que tiene.
El domingo además es Pentecostés. Ya lo siento por los laicos, que tienen razón, pero no la riqueza de formas que atesora la Iglesia y mucho menos aún, la Historia del Arte detrás. A la medianoche, la paloma se posará sobre un candidato y, como cuando la elección de Papa tras el '¡extra omnes!', deberá aceptar el designio del pueblo. El hálito del Espíritu se consagra este año en los santos óleos del voto.