Desde hace unos meses gran parte de mi trabajo consiste en traducir la última obra de Sheila Heti, una escritora canadiense. El texto se titula Alphabetical Diaries y da exactamente lo que promete: diez años de sus diarios personales ordenados alfabéticamente, de tal forma que todas las oraciones que comienzan del mismo modo van juntas y en la letra que corresponde (la A, la B, la C…), en lugar de respetar la cronología de los años. Durante la mayor parte del libro nunca sabes a qué o quién se refiere exactamente cada frase: es imposible saber si el culpable de «Me dejó y estuve toda la semana llorando» es el mismo, anterior o posterior al de la siguiente: «Me dejó y no me importó tanto como pensaba que me importaría». Ahí radica la fuerza del texto, eso está claro, pero lo que no está tan claro es: ¿por qué?
Se me ocurre, ahora que casi he llegado a la Z, que es posible que esto suceda precisamente porque cuando las expresiones de dolor y angustia son lo suficientemente específicas cualquiera podría identificarse con ellas. De hecho, una puede identificarse más con el sufrimiento de Heti cuando es abstracto en su concreción y no puedes ponerle peros: quizás si supiésemos quiénes son exactamente sus amantes podríamos pensar: «yo jamás me enamoraría de un hombre así» o «yo jamás dejaría que me tratasen de ese modo»; mientras que un: «¿Por qué me hace esperar, haciéndome sufrir?» del que nada sabemos siempre encontrará un eco en el fondo de nuestra psique. Es la misma lógica por la que le damos like a un tuit enunciado en negativo y del que no tenemos contexto: «Odio a la gente que no saluda», «Hay personas que nunca saben callar a tiempo» o «Me duele vivir en un mundo tan frío» son ejemplos que nos apelan de forma absoluta, aunque quizás si conociéramos la historia tras esas frases entenderíamos por qué alguien no ha saludado, nos parecería bien que dicha persona no hubiera querido callarse o consideraríamos que, en ese caso concreto, el mundo no estaba siendo frío, sino razonable. Incluso podríamos ser nosotras mismas quien no saluda, y estar cargadas de argumentos para no hacerlo.
La desidentificación, por cierto, también se agudiza con los sentimientos positivos: cada cuál disfruta o aprecia las cosas a su manera. Cosas que una persona adora a otra le parecen de una ordinariez insoportable. Es mucho más fácil ponerse de acuerdo en el dolor concreto que en el placer específico. El gusto, cuando se enuncia en positivo, suele obedecer a un deseo de distinción y no a la búsqueda de lugares comunes. Nunca queremos pensarnos como estereotipo y, excepto cuando nos estamos enamorando de alguien, odiaríamos ver nuestros placeres más privados como algo replicable y comprensible a la perfección. De hecho, incluso durante el enamoramiento el placer obedece a esa lógica de distinción: somos las dos únicas personas que de verdad han comprendido este libro, las dos únicas personas que veían este programa durante su infancia, las únicas dos personas que pasean junto al tigre de Casa de Campo. Si no fuera así, si fuéramos una pareja entre muchas que leen el mismo libro, pasean por el mismo lugar o adoraban El príncipe de Egipto allá por los noventa, ¿por qué no íbamos a enamorarnos de cualquier otro, por qué íbamos a decidir ser nosotros dos y no otros dos cualquiera? Es más fácil sentir que comprendemos a Heti o a un anónimo en Internet (y disfrutar de dicha comprensión) cuando habla de sufrimiento e incertidumbre que cuando se explaya en anécdotas felices. Queremos que nuestra felicidad sea nuestra. El dolor se percibe con menos filtros o pretensiones: su universalidad radica en que todos comprendemos la pérdida, la tristeza o el rechazo; no hay un juicio moral sobre su calidad. En cambio, los placeres (por su diversidad y especificidad) tienden a implicar juicios de valor, comparación y distinción social. Esto, de alguna forma, parece contravenir la frase que Tólstoi dijo hace siglo y medio: «Todas las familias felices son iguales; cada familia infeliz lo es a su manera». ¿Qué es lo que ha cambiado?
Es posible que las dinámicas de consumo nos hayan empujado a ser cada vez más específicos y refinados en nuestros gustos y anhelos. Hoy, la especificidad en el gusto se ha vuelto una herramienta de consumo en la que cada individuo puede expresar lo que lo hace único, generando un distanciamiento que deja de lado el sentido común universal. Quizás cada paso que se da en pos de la libertad individual y la expresión del self le resta un poco a ese sentido común por el cual los humanos se pueden definir en plural como humanos. En contraposición (y quizás también porque el descontento reina por doquier), la mayor fuente de empatía es la tristeza. Un «hoy es el día más feliz de mi vida» levanta sospechas (¿Qué pensará este idiota que constituye el «día más feliz»? ¿Cómo de vanos y ridículos podríamos considerar sus triunfos si quisiéramos ser destructivos? ¿Cuántas cosas podríamos criticar?), no así un «hoy es el peor día de mi vida. Nada tiene sentido» es universalmente comprensible. Todas comprendemos cómo se siente una antes de escribir «Nada tiene sentido».
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