Encharcar los ojos

José Francisco Roldán
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Imagen de una prueba de atletismo de los Juegos Olímpicos. - Foto: SASHENKA GUTIERREZ

Aún resuenan los fuegos artificiales ofertados por nuestros vecinos del norte para cerrar el gran acontecimiento deportivo cuatrienal. Espectáculo calificado de forma distinta según filias o fobias para prejuiciar, como la consideración ética de algunas conductas muy alejadas del espíritu olímpico, que debería ser sagrado siempre. Los hay que seguimos quedándonos con Barcelona 92, a pesar del odio disimulado o explícito, que nos impuso su prioridad el sectarismo de entones y ahora.

Horas de sedentarismo propiciando deficiencias de movilidad, pero merecieron la pena contemplar delirios, frustraciones, explosiones de entusiasmo y un enorme derroche de talento, técnica, fuerza y arte en dosis inconmensurables. La representación internacional, con algunas clamorosas ausencias, compitiendo por alcanzar las metas soñadas o imposibles de emular, porque algunos deportistas de antes situaron el listón muy alto. Un variopinto mosaico de razas, lenguas y culturas, que hace de las Olimpiadas una ocasión única para relacionarse con la máxima hermandad, aunque es complicado salvar enfrentamientos seculares, como el desprecio propio o prestado, al que se apuntan adeptos en cada rincón del mundo. Mientras los atletas competían en buena lid, otros compatriotas se mataban en los escenarios del terror. Por unos días, el estruendo de las bombas se vio solapado ligeramente por música y pólvora benévola dibujando secuelas de formas y color.

veleidades políticas. No es sencillo abstraerse de las veleidades políticas tratando de enseñorearse de cualquier acontecimiento de masas. Miles de personas representando bandera y un himno nacional, que tanto se agradece al ocupar el cajón más alto. Por diversas razones, un buen porcentaje de competidores han participado con enseñas de conveniencia derramando su esfuerzo por la nación que los acoge.

Con dispar sinceridad, los hemos visto vibrar y representar dignamente al himno que ha servido de banda sonara para enaltecer al campeón. No será sencillo comprobar si su estremecimiento tiene que ver con su éxito personal o el paradigma que significa para el país representado. Bien está, porque la generosidad en esos casos se corresponde a un benévolo convenio de reciprocidad.

La delegación española ha sido un digno ejemplo de semejante paradoja, donde las emociones han competido con esa enorme capacidad para sufrir y mejorar. Cuando la bandera se iza y el himno de su patria alardea de sonoridad en el silencio respetuoso, con personas presentes y millones en sus casas, plazas e instalaciones acompañando un sentimiento complicado de explicar, hemos visto y sentido como se encharcan los ojos de gente bien nacida, orgullosos de pertenencia y convencidos de su generosa complicidad. Los campeones, alargando sus figuras por encima de lo imposible, miraban la enseña española sujetando o desplegando una enorme felicidad. En esos cortos segundos de gloria repasaban tantos días de sacrificio, privaciones, lesiones, desilusiones y el apoyo de sus seres más queridos. Familiares, amigos y compatriotas sentían, emocionados, como sus ojos se mojaban sin control. Sirva este acontecimiento internacional, plagado de carencias y bondades, como referente de lo más y mejor imaginable, esa eterna melodía de John Lennon, a la que recurrió el Dj español, encargado de amenizar un partido de vóley playa, cuando la tensión se apoderaba de ambos lados de la red, esa valla impenetrable de la crispación. Cuatro seres complejos, pero con una deportividad desbordante, al escuchar los acordes y el coro acompasado del público, advirtieron que estaban sumergidas en el olimpismo, ese sentimiento tan enorme, que se debe proteger y potenciar.

Y mientras tanto, en Barcelona, una representación de la miseria humana, en las antípodas del espíritu olímpico, competían para alcanzar la meta del privilegio injusto. La honorabilidad no se entrega, sino que se ostenta por el comportamiento. Una bandera, tan digna como otras, pero huérfana de la enseña nacional, que es la española, presidía una ignominia política. Muchos españoles, con absoluto desprecio, hemos sentido otro modo de encharcar los ojos.