Sostiene Jorge Luis Borges en un verso célebre que «la lluvia es una cosa que sin duda sucede en el pasado», con lo que demuestra una clarividencia que contrasta con su condición de hombre ciego. El poema se incluyó en El hacedor, libro publicado en 1960. Por aquellos días el maestro argentino había perdido la vista casi por completo. En el relato homónimo con el que el libro se abre, Borges evoca a Homero, el rapsoda ciego, con lo que deja testimonio de su propia ceguera, que lo acompañaría durante los últimos 30 años de su vida. El universo visual que alguna vez habitó había desaparecido para él. Sumido en lo que él denominaba su «modesta ceguera personal», se había convertido en habitante de un mundo de formas imprecisas bañado por una claridad fantasmal. Apenas era capaz de distinguir los colores, con la excepción del amarillo (el color del tigre), que siempre le fue fiel. Sin embargo, al igual que imagina que le ocurrió a Homero, la muerte de sus ojos trajo consigo el nacimiento de su mejor literatura, «el rumor de las Odiseas e Ilíadas que era su destino cantar». Privado de la luz del mundo exterior, Borges, ahora unido a aquel otro cantor invidente, halla en la memoria una fuente de luz más poderosa. La memoria, el territorio inabarcable de las cosas pasadas, tal vez las únicas que existen. Lo hemos comprobado durante los numerosos días de lluvia con los que se ha despedido el invierno. Las gotas que nos alcanzan ya han completado su descenso antes de mojarnos. La lluvia, por tanto, solo sucede en el pasado. Borges desentrañó este secreto y lo convirtió en una poderosa metáfora de la condición humana. Aunque no hayamos perdido la capacidad de ver, todos somos parecidos a esos dos poetas ciegos que, a muchos siglos de distancia, comprendieron que eran criaturas del recuerdo, del pasado, de la lluvia.