El entorno familiar ofrece la posibilidad al individuo de nacer, pertenecer, identificarse y diferenciarse; o sea es la institución que ofrece los fundamentos de la constitución del ser humano. El grupo familiar es el gran fundador de la subjetividad, a la vez que es en los vínculos de alianza que se otorga, la organización de la vida mental
La reflexión sobre el tema de la familia debería ser fácil, después de todo es una experiencia compartida en la sociedad. Pero no es así. La familia es precisamente la institución que dice respecto a nosotros: quién somos, quién deseamos ser, lo que rechazamos, nuestras posibilidades, imposibilidades y frustraciones. Cada uno de nosotros tiene una representación de lo que es una familia, pero en general, ella es el seno donde se generan los significados, el horizonte de referencias, el ambiente de cuidar y de ser cuidado. La familia es traspasada por conflictos, por esas dinámicas de relaciones complicadas y sus miembros, con dificultades particulares, comparten el mismo espacio. Las personas se agrupan, ya que necesitan a los otros para constituirse como sujetos, para crecer, sobrevivir, ser parte de la cultura, enfrentar las dificultades, y para poder vivir como seres humanos.
Cada miembro aportará historias personales, los mitos familiares, las limitaciones internas, proyectos, expectativas, o sea, muchos elementos que deben ser conciliados para que se tenga un mínimo de armonía. La capacidad de amar, cuidar, comprender no es igual para todas las personas: las heridas de la vida de los padres se despiertan con el llanto de los niños.
Pero hay un antes y un después, de ese trágico Covid-19. Mucho ha cambiado la vida en sociedad y mucho ha cambiado la vida en familia. Ahora, padres que no tienen a sus hijos cerca, ni siquiera con posibilidad de verlos; parejas que está obligadas a convivir en el mismo espacio, horas y horas, cuando no lo desean; maltratadores conviviendo frente a la víctima y maltratadas/os frente a su verdugos; viudos o viudas, sin más consuelo que su añoranza, recuerdo y paso del tiempo; parejas desgastadas que se obligan a pasar horas y horas.
Los hogares se han convertido en glaciares, gulags o témpanos de desasosiego. Uno se siente frío y camina por sus estancias hogareñas buscando una soledad que no desea, reafirmando que se ha perdido la fe en la pareja, que ahora no hay ‘roce’ y eso rompe ‘el cariño que pudiera haber’, si es que lo había; y todo aquello que confirmaron nuestros padres y abuelos, aquello que aprendimos se ha convertido en esos nuevos ‘hogares Covid’ que han roto -si cabe más- la percepción del Amor, del sentimiento libre de compartir, del deseo de servir en compromiso, porque ahora hay obligación y eso rompe libertades y hace una vida diferente.
Estoy seguro que esta reflexión no la comparten muchos, eso es bueno, porque en estos nuevos tiempos, se han fortalecido «amores y sentimientos», pero seguro estoy, que otros muchos más si lo comparten porque la frialdad que guía una vida constante en familia por la obligación impuesta del miedo al sufrimiento epidémico y mortal, ha provocado nuevas situaciones de vida.
Es posible observar actualmente una dificultad en la integración de prácticas de educación en consonancia con el sistema de valores de los individuos, o sea, un constante conflicto entre los valores que fueron asimilados por los padres cuando eran todavía niños, con aquellos que han adquirido en el curso de la vida, por estas necesidades impuestas.
No sé, quisiera que esto pase y volviese una normalidad donde la libertad del individuo prime sobre el conflicto social y tal vez, reconvirtiéramos nuevamente los cánones de seguir ofreciendo Amor, Sentimiento, Afecto, Cariño, Comprensión, Solidaridad, con sinceridad, sin opresión, ni temor, ni miedo, ni flaqueza. ¡Ójala pase la Incertidumbre!