La verdad es que no se bien la razón que me ha llevado a ofrecer estas últimas columnas de opinión con definiciones de términos, sino 'raros', sí poco inteligibles para el diálogo habitual. Pero también es cierto que cuando alguien las pronuncia o aparecen en algún comentario escrito, nos asalta la duda por desconocimiento y causa. No soy experto en lingüística, ni tampoco debo aparentarlo, más bien me gusta el lenguaje y procuro, modestamente, aplicarlo con la mayor delicadeza y acierto posible. Como es lógico, cometo errores y eso aunque propio de humanos, debería evitarse en su máxima expresión.
Pues bien, Agilibus es un término poco usado, pero cierto es que está en el diccionario de la Lengua Española y que se suele aplicar en todo aquello que tiene relación con habilidad, ingenio, a veces pícaro, para desenvolverse en la vida.
Y claro, viendo cómo va la vida después de una gravísima pandemia -aún sin acabar-, con una crisis económica mundial provocada por una nueva guerra sin sentido –como todas- generada por un 'demente' que no entiende de libertades ni de moralidad, en la que la pobreza campa a sus anchas, con una crisis política donde los radicalismos y populismos afloran, en los que la educación y enseñanza están a camino entre diatribas contradictorias y sobre todo, un cambio generacional que nos ha llevado a esa pérdida de aquellos valores llamados 'universales', sin tener nada claro ese concepto de 'Familia', clave en las sociedades equilibradas, la figura del Agilibus tiene mayor hueco o sentido. Y claro que lo tiene, porque cierto es, que con estos condicionantes citados, el ingenio debe de ser baluarte de supervivencia, si cabe con la picaresca más común, aquella del Siglo de Oro cuando unos se engañaban entre sí, más o menos, como estos tiempos que corren.
Así que ya ven, hay palabras raras en nuestro castellano actual, de poco uso pero de mucha aplicación y que bien podrían ocupar el diccionario de Coll, o el de Camilo José Cela, o simple y llanamente, el del austriaco Ludwig Wittgenstein cuando afirmaba que «los límites de un lenguaje son los límites del mismo mundo», y siendo el español un idioma con cerca de ochenta mil palabras, quedaba claro que no iba a ser la excepción.