Empezaría con esta reflexión que leía anteayer: «Vale la pena reflexionar si las mujeres toman decisiones de Estado sustantivamente diferentes y/o mejores que sus contrapartes. El cambio de paradigma tal vez no dependa sólo de una cuota».
Ahora que parecen imponerse decisiones ministeriales provocadas por mujeres -y no entro en valorar si acertadas o no, esa sería otra cuestión a razonar-, me siento si cabe, más tranquilo en el deseo de que no toda la carga abusiva de esta sociedad debe de ir encaminada hacia la mujer como peso de tradición histórica. Tal vez, no me guste mucho esa palabra de empoderamiento, tal y como algunos colectivos la aprovechan y sí, como ese deseo de alcanzar la igualdad necesaria, pero no hay duda, que debemos erradicar de una vez por todas, los desequilibrios sociales en eso de ser mujer o ser hombre.
Yo creo que compartimos todos el que la pandemia de la Covid-19 nos ha reforzado esa idea que ya teníamos en cuanto a reconocer que los fundamentos de la riqueza y el bienestar mundial siguen descansando, como antes, en la esfera de la reproducción social y en el trabajado de cuidado hacia los demás. Y si analizamos al detalle, sin entrar en más suspicacias, ese trabajo de cuidado es realizado principalmente por mujeres y, en general, por personas cuya labor y cuyas vidas son infravaloradas y marginadas por ideas e instituciones sexistas, racistas, clasistas y homófobas.
La situación a la que hemos llegado y que todavía ha agravado la que ya de por sí existía, ha hecho que los gobiernos respondan todavía con mayor fuerza en cargar en esas personas cuyo trabajo es cuidar, para asegurar la salud pública. Por esos, políticas privadas en algunos casos, tanto en educación como atención médica o servicios básicos aumentan la vulnerabilidad de mujeres, niños y niñas, refugiados, migrantes, personas sin hogar o todos aquellos que se dedican al cuidado de los demás.
Por eso no quiero que se sigan definiendo o estereotipando a muchas mujeres como Melibeas o Adelitas, o no sé de qué otro nombre podríamos encuadrarlas, siguiendo esos parámetros de desequilibrio social, cuando muchas de ellas ocupan y saben ocupar el lugar que dignamente merecen. La participación de las mujeres en la vida pública es histórica, pero no necesariamente reconocida o suficiente. Recuerdo en México aquella revolución donde las Adelitas sentaron precedente, incluso la independencia sin Josefa Ortiz no tendría sentido; pero recuerdo a las mujeres diputadas españolas de la Segunda República como Victoria o Clara Campoamor, sin olvidarnos a María de Maeztu, en nuestro país, por lo que lucharon, por el ejemplo que dieron y la necesaria recompensa que aún no ha llegado, y si no díganselo a Rigoberta Menchú o en el recuerdo de nuestra Teresa de Calcuta, y porqué no Emilia Pardo Bazán, ahora en aniversario.
Sin embargo, hubo y hay Melibeas, aquel personaje que Fernando de Rojas inventó y que expuesta a la seducción del pendenciero caballero -de esos ahora hay muchos- supo rechazarlo de pleno dado su alto sentido del honor -ahora un poco perdido en estos tiempos que corren- en el que había sido educada. No me gustaría que fueran hechizadas por brujas o alcahuetas, estas mujeres que saben defender su «honor de mujer» ante los machismos que siguen provocando violencias y vejaciones, pero tampoco me gustaría que el caudillismo que están ejerciendo algunas trastoque los paradigmas de la igualdad buscada, necesitada y sentida.