En casa solo hay flores artificiales. Ellas te regalan pinceladas de color, como leves relampagueos pigmentados, y no se mueren nunca. Anoto esta paradoja: lo muerto te dispensa vida.
Sobre la mesa del salón, un búcaro de cristal exhibe flores de tono terroso que vanamente imitan a claveles y lirios; de una pequeña maceta, cuadrada y blanca, que desde lo alto de la biblioteca del salón otea su mundo de muebles y cuadros, se yerguen victoriosos varios tallos verdes que recuerdan a alguna planta de climas templados; una rama de nardos preside la mesita del teléfono; entre las fotos del aparador, buganvillas violáceas rivalizan en donaire con los juncos del empapelado con el que está revestida la pared del comedor. Cuánta belleza sin alma, sin latido, sin aroma.
Son flores inertes que dan vida. Me recuerdan a los animales disecados que había en la casa de mi padre: pellejos abultados con borra aséptica a los que procuraban dar vida dos burdos cristales o piedras que suplantaban los ojos verdaderos que un día los cerraron un escopetazo o la espada del torero. Los taxidermistas y, por qué no, los floristas son tanatopractores del artificio, expertos en extraer belleza y realismo de lo inanimado. Lo engorroso de estas no-flores es el polvo que acumulan. Pero me agrada la presencia del polvo; a Machado también: el polvo es la visualización del paso del tiempo, acumulado en motas silenciosas y exangües, como estas flores sobre las que descansan.
Hace unos días entró en casa una maceta de alhábega, de alhábega viva. Me sentí turbado porque no sé cuidar plantas auténticas; las que ha habido en casa han muerto bajo la sombra funesta de mi presencia a pesar de los consejos que sigo de los que saben protegerlas, alimentarlas y mimarlas. La he dejado sola en la terraza de la cocina, alejada de las flores artificiales del salón, y de vez en vez voy a visitarla y la hidrato sin exceso. También limpio sus hojas; un día le pregunté en voz baja si se encontraba bien, si necesitaba algo. Hoy he comprobado que han comenzado a brotarle unas hojitas diminutas, delicadas, preciosas, y con ellas he sentido el tacto efímero de la belleza, el tímido pulso agradecido.