Más de 4.000 víctimas de la represión durante la Guerra Civil y los años posteriores a la victoria franquista siguen enterrados en tumbas sin nombre, al pie de la tapia de un cementerio o en el borde de una cuneta en lo que es hoy Castilla-La Mancha.
¿Por qué más de 4.000? Porque es la cifra que resulta de sumar las víctimas, identificadas y no identificadas, que constan en el registro de fosas comunes de la Guerra Civil del Ministerio del Interior, dentro de la Dirección General de Memoria Histórica. Pero son muchas más. Se podría decir, muchísimas más. Por poner un ejemplo, en este mapa de los horrores no están registrados los hombres y mujeres ejecutados por el bando sublevado en Toledo capital. No obstante, en los patios de su cementerio (el 42 es el más conocido), constan como enterrados un total de 905 ‘desconocidos’ desde la caída de la ciudad en manos del general Varela, en septiembre del 1936, a enero del 37.
Manuel Ortiz, profesor de Historia Contemporánea de la UCLM, tampoco se fía de estos números precarios que maneja el Ministerio. Como apunta, «son cifras que habría que comprobar». Y, a su juicio, «vamos a estar dando vueltas a este tema per sécula seculórum, porque la única manera de salir de este atolladero es ponerse a investigar más concienzudamente y llevar a cabo exhumaciones».
A diferencia de regiones vecinas como Andalucía o Extremadura, «este estudio sobre las víctimas de la represión está por hacer en Castilla-La Mancha», explica Ortiz. «El mapa de fosas del Ministerio es meramente orientativo».
Como denuncia, a nivel estatal «no se ha hecho nada». «En la transición se apostó por el olvido» y ahora la Ley de Memoria Histórica «se ha quedado en mantillas, entre otras cosas porque no tiene ni capacidad sancionadora ni punitiva». Un ‘nada’ que es especialmente gravoso aquí, en Castilla-La Mancha, «donde nunca ha habido una demanda real por querer saber» y donde las autoridades autonómicas «han demostrado tener muy poca sensibilidad», visto el «paupérrimo dinero invertido en relación a otras regiones», lamenta Ortiz.
Y eso que en Castilla-La Mancha la represión franquista fue brutal, «de las más altas de España». Pese a la primera impresión de que esta era una zona «menos politizada», «prácticamente en cada pueblo hay una fosa», sentencia Ortiz. «Esto se ve al observar las cifras de víctimas Ciudad Real, proporcionalmente mayores que las de Madrid y casi a la altura de la que se produjeron en Cataluña».
Una afirmación que se ratifica al ojear en el citado mapa de fosas del Ministerio los casos de municipios como Alcázar de San Juan, con más de 400 víctimas enterradas en fosas comunes. Víctimas todas ellas de la represión ejercida por los sublevados franquistas. Porque una cosa hay que tener clara, estos más de 4.000 represaliados en Castilla-La Mancha pertenecían mayoritariamente al bando republicano y buena parte de ellos fueron asesinados después de terminar la guerra. Como defiende Ortiz y la mayoría de los autores actuales, la represión franquista fue extrema, ejercida con el beneplácito del poder y se prolongó hasta el final de la dictadura. «Es un tópico, pero es cierto, Franco murió matando».
Por no hablar de las provincias de Toledo y Guadalajara, que fueron línea de frente durante prácticamente toda la contienda. Aquí, las incursiones del bando rebelde en los municipios que iban cayendo eran «especialmente luctuosas» y «difíciles de explicar» en zonas donde «no había ocurrido nada», según Ortiz.
Es el caso de Francisca, vecina de Esquivias y bisabuela de Sabina García, un bebé en aquellos primeros meses de Guerra. Su nombre no está en esta lista porque pudo ser enterrada por su familia, pero sí comparte la historia de muchos de ellos. «Cuando las tropas moras entraron en el pueblo, la gente más joven se fue al monte, pero mi bisabuela Francisca se quedó, era muy muy mayor para marcharse y nadie pensó que la pudiera pasar nada. Cuando volvieron a casa, la habían asesinado. La habían violado brutalmente y se había desangrado», explica Sabina ahora a La Tribuna.
«¿Por qué había estas bajas en estos pueblos donde no había pasado nada?», se pregunta Ortiz. Su tesis parte de las investigaciones realizadas sobre el terreno en los años 80 y 90, donde los testigos de aquellos momentos le explicaron como «venían gentes de otros lugares» y que eran ellos los que cometían estos asesinatos a «modo de represalia».
Otro agente que jugó a a favor de esta violencia extrema fue la conflictividad social heredada de los años anteriores, especialmente en lo que se refiere a la propiedad de la tierra, en la mayoría de los casos en manos de muy pocos. «En los municipios donde hubo más conflicto por la tierra normalmente se puede ver que, cuando llegan las tropas franquistas, el número de fusilados fue mayor».
Además, nada más acabar la guerra llegó la «venganza pura y dura», fuera de los cauces de la justicia, a manos de los falangistas y los requetés carlistas, incide Ortiz.
Sin obviar lo dicho antes, que la violencia fue una herramienta de control más del régimen de Franco durante sus cuarenta años de vida. Un estudio presentado hace poco más de un año por la Universidad regional sobre los fusilados con sentencia del bando republicano en la región durante la contienda y en los primeros años de la posguerra habla de más de 10.000 víctimas.
Ejemplos de esta violencia de posguerra hay muchos. Es el caso del Monasterio de Uclés, reconvertido en campo de concentración y cárcel por las tropas franquistas. Entre fusilados y muertos durante el cautiverio por las malas de condiciones de vida, se calcula que sus fosas acumulan más de 430 víctimas. O el caso de Guadalajara capital, donde se habla de más de 800 víctimas de la represión tras la guerra, según datos del Ministerio. O los 28 hombres metidos en un camión en Alcahudete de la Jara el 25 de abril de 1939 y fusilados unos kilómetros más allá, aprovechando el hueco de una trincheras...
Como apunta el investigador Ruiz Alonso, «con los desaparecidos que faltan y los muertos producidos entre los maquis, la represión nacional causó alrededor de 5.000 víctimas en la provincia de Toledo».
Mención especial merecen estos citados ‘maquis’, la guerrilla antifranquista conformada esencialmente por comunistas y anarquistas que buscaron, sin éxito, mantener vivo el conflicto hasta bien entrada la década de los cuarenta. Sus casos no solían llegar a los tribunales, se solventaban en la tapia del cementerio o en el mismo monte donde eran detenido.
En este punto, la Asociación para la Recuperación de la Memoria de Cuenca ha hecho en estos últimos años un trabajo ingente de investigación, tratando de señalar en el mapa las tumbas de estos hombres. Como los cuatro guerrilleros de entre 25 y 50 años apaleados y después fusilados en Villarejo de la Peñuela en el 48, o la fosa al pie de la tapia del cementerio de Cañete, con los restos de un enlace de la guerrilla al que se le aplicó la ley de fugas.
«Nos queda mucho por hacer», «somos un país que presume de democracia, pero tenemos más de 100.000 personas desaparecidas. Según la ONU, solo Camboya nos supera en número de desaparecidos», según denuncia Ortiz.
El proyecto ‘Víctimas de la Dictadura en Castilla-La Mancha’, liderado por el profesor Ortiz, trata de atajar la vergonzante ignorancia que existe hoy en torno a este pasaje de la historia de España. A falta de fondos públicos, apenas han recibido un par de subvenciones en la última década, el grupo de investigadores que lo conforma está elaborando una base de datos de víctimas de la represión en la región- ¿Cómo? Vía consulta de archivos, a través de investigaciones de campo y con la aportación de documentación sobre sus desaparecidos por las propias familias.
Víctimas que no solo son los muertos enterados en fosas, sino también aquellos que se quedaron muertos en vida. Como el caso estudiado por el propio Ortiz de las mujeres de Tomelloso que, nada más terminar la guerra, fueron rapadas y obligadas a beber aceite de ricino «para que se hicieran sus necesidades en público», «por rojas». Y es que, durante más de 40 años, aquí se vivió con miedo. «La sospecha, el temor a ser acusado, la necesidad de estar ‘limpio’ de cualquier connivencia con el régimen republicano, convirtieron la vida cotidiana de la posguerra en asfixiante».