La chulería de los chulos

José Francisco Roldán
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«No hay que alejarse en las fechas para constatar chulerías que nos regalan determinadas intervenciones de sus señorías en las Cortes Generales»

Imagen de archivo de una sesión plenaria en las Cortes Generales. - Foto: Efe

Ala mayoría nos gusta poco o nada la chulería que demuestran los fardones de medio pelo, seres engreídos que ofenden hasta con su manera de moverse. Todos hemos padecido la andanada de soberbia que lanza un chulo de libro, esos seres poseídos de sí mismos, que menosprecia a quien no es como ellos. Si lo fuere, incuestionablemente, se planteará una pelea para demostrar quién alardea de mayor desconsideración y altanería. 

Los chulos necesitan una caterva de babosos enalteciendo su comportamiento o demostrando una sumisión despreciable. Y hemos crecido rodeados de esos petulantes, que aceptamos en el entorno social, pero procuramos alejar de nuestro círculo más cercano, porque son tóxicos y perturbadores en la costosa y dura socialización. Hay numerosos sinónimos que sirven para señalar este tipo de conducta y, seguro, hemos comprobado su generosa reproducción, especialmente, en la nueva casta política, repleta de jactanciosos, arrogantes, bravucones, fanfarrones, valentones, baladrones, chuletas, faroleros, soberbios, altaneros y perdonavidas. No debemos confundir con otros modos benévolos de entender lo chulo, lindo, bonito, gracioso, pinturero, guapo, bien parecido, como chulapo, majo o manolo. Los chulos que más repudiamos son quienes se conocen como rufianes, proxenetas, macarras, ganchos, cabrones o lenones. Hay acepciones menos conocidas, pero usadas en otros tiempos y lugares, como zopilote, jote, cute, gallinazo, sopilote, samuro, urubú y zamuro.

Ejemplo en las cortes.  No hay que alejarse en las fechas para constatar chulerías que nos regalan determinadas intervenciones de sus señorías en las Cortes Generales, como en algunas informaciones de los medios de comunicación, que suelen dejar en evidencia a los fanfarrones vanagloriándose de su belleza exterior e interior vertiendo frases indecentes y tratando de ser ocurrentes o graciosos. Uno de los diputados, cuyo apellido coincide con una de las acepciones más negativas, manifiesta un desparpajo infumable, digno de un desprecio cerval. Ofende cada vez que habla alardeando de una afiliación privilegiada, que encarna la falacia absoluta, disfrazada de verdad incuestionable. Es insufrible ese modo de actuar en el Olimpo de la soberanía, donde suelen rebozarse de aparente dignidad con delirantes argumentos sin contraste. La verdad escapó a través de las gateras del palacio legislativo, porque algunos depredadores sociales intentaron sacrificarla para ser entregada a los carroñeros de siempre. En el mismo edificio, otro descarado enriquecido y envanecido, alardeaba de soberbia macarra frente a determinados representantes partidarios, algunos mucho peores que él, reclamando el remordimiento, algo que muchos no suele practicar, pues en su escala de valores el honor dejó de tener importancia. Lucha de egos enfrentando conductas inmorales rezumando jactancia. Otros referentes gubernamentales se deshacían en halagos a la legalidad cruzando los dedos por la espalda y manteniendo el rictus falsario de faroleros ganando en la timba política, tahúres en el juego democrático, donde suelen vencer escondiendo cartas en la manga. 

Un balandrón sigue amenazando a diestro y siniestro con perjudicar los intereses territoriales capando posibilidades de comunicación, algunas reivindicadas secularmente, a expensas de la generosa concesión de quienes controlan los presupuestos. Y en un Parlamento autonómico hemos visto ladrar a un perdonavidas, que afeaba la osadía de otro diputado mostrando opiniones contrarias a su intransigente modo de entender la vida pública. 

Pero el fanfarrón más grande, el líder de la petulancia sin límites, ofertaba su falta de respeto al jefe del Estado español, mientras le regalaban improperios, para muchos sobradamente merecidos, irradiando altanería, que en su fuero interno o el de su séquito, pudiera confundirse con ser pinturero o chulapo. Nada más lejos que considerar correcto semejante impostura y carencia de educación. 

Los ejemplos se multiplican cotidianamente, al tiempo que los sicarios mediáticos habituales abonan maledicencia. La despensa de la chulería está llena