Leopoldo Morcillo labraba nueve fanegas de la finca de El Conchel. No eran suyas, él era uno más de los renteros que cultivaban esta explotación agrícola de más de 1.000 hectáreas propiedad de Manuel Hidalgo Garví. La sorpresa llegó el día de Reyes, el 6 de enero del 2004, cuando la muerte se llevó a este terrateniente de El Ballestero, cuya fortuna se valoró por aquel entonces en 1.000 millones de las antiguas pesetas, unos seis millones de euros.
Su testamento hizo dueños a los renteros de El Conchel y ordenó que la otra gran finca de su legado, la Dehesa de Navamarín, fuese vendida para destinar esos fondos al cuidado de los ancianos de El Ballestero y Lezuza. Su voluntad aún está por cumplir al cien por cien. La clave está en una cuenta bancaria con un depósito de tres millones de euros, obtenidos de la subasta de Navamarín y en dos miniresidencias ya construidas, e incluso amuebladas, en estas dos pequeñas localidades vecinas.
Leopoldo, igual que los demás aparceros legatarios, es ya propietario de esas nueve fanegas, unas siete hectáreas de terreno, donde cultiva trigo, «no me he hecho rico, pero han sido una ayuda», confiesa este agricultor. No es difícil encontrar a los herederos de Manuel Hidalgo en este pequeño pueblo de la Sierra de Albacete, una localidad que un día rondó las 1.900 almas, pero donde hoy moran menos de 500 vecinos. Entre los encinares de El Conchel encontramos cargando grano a José Cabezuelo, un pastor que antaño llevaba a sus ovejas por los pastos de don Manuel y que hoy es propietario de 15 fanegas gracias a la generosidad de última hora del terrateniente, «¿la herencia?, un apaño, una alegría,... qué te voy a decir», clama José subido en un remolque mientras llena sacos de grano.
del palace a las fincas. José y Leopoldo conversan sobre la particular forma de ser del anciano. «Si te decía que fueses el día de San Marcos y con billetes de 5.000 para pagarle el rento, tenías que cumplir, si no, no te recibía». Anécdotas como estas dibujan a un hombre con alguna que otra manía. «Le gustaba echar lumbre, aunque fuera agosto, y con leña de carrasca, si era de roble no la quería». José aún recuerda cuando vísperas de su boda fue a su casa a pedirle que le diera tierras a rento para sustentar a su nueva familia, «estaba viendo la televisión y no le hizo gracia, casi que nos echó». Décadas después le dejó un pellizco de estas tierras en herencia.
Anécdotas como estas dibujan la personalidad de Manuel Hidalgo Garví, el agricultor, como reza en testamento, que dejó un legado millonario a su pueblo.
La noticia de que un anciano de El Ballestero dejaba sus tierras a sus aparceros y a los ancianos de la comarca corrió como la pólvora en el verano del 2004. El 2 de junio, al abrirse el testamento, se descubrió este insólito legado. El presidente de la Diputación y los alcaldes de El Ballestero y Lezuza, serían los albaceas encargados de dar cumplimiento a tan particular voluntad. Y en ello están.
Manuel Hidalgo murió a los 79 años sin descendencia. No se casó, ni tuvo hijos. Su vida transcurrió entre Madrid y El Ballestero. Se conservan en su casa las llaves de las habitaciones 340 y 330 de el Hotel Palace, en Madrid, que tenía reservadas para sus estancias madrileñas. Sobre todo en sus años de juventud, pasaba largas temporadas en la capital de España. El relax lo buscaba en el balneario de Archena y entre sus aficiones estaba asistir a la semana de cine de San Sebastián. Las fotografías en cruceros también abundan en su álbum familiar.
Su hacienda era tal que podía costearse todo esto sin problemas. A la vejez, dijo adiós a su rutina entre el Hotel Palace y el Ateneo de Madrid y se recluyó en El Ballestero y allí pasó los últimos años de su vida, en una inmensa casa que hoy está la mitad en ruinas y la otra mitad recuperada como museo etnográfico y aula de la naturaleza, tal y como él dispuso en su testamento.
temeroso. Con fama de desconfiado y algo retraído, cargado además de miedos, este anciano sorprendió al final de sus días. Mucho tuvo que ver en esta decisión un episodio que sufrió tres años antes de morir. Una madrugada, al ir a dormir, sufrió una caída que lo dejó toda la noche tirado en el suelo. Aterido de frío, dolorido y solo en un inmenso caserón inhóspito, este hombre, casi octogenario, reflexiona sobre el final de sus días: «piensa en su vida, en que no ha tenido hijos, que tampoco ha escrito un libro o deja una obra para la posteridad y se pregunta cuál será el recuerdo que iban a tener de él». Quien hoy relata sus temores es Tomás Morcillo, vecino de El Ballestero que por aquel entonces era gobernador civil en Ciudad Real, y a quien Manuel Hidalgo confió algunos de sus temores e incluso pidió consejo sobre qué hacer. Su recomendación fue que reconvirtiese su casa en una vivienda tutelada para personas mayores y reservase su estancia para pasar sus últimos días en condiciones más confortables. No llegó a hacerlo.
Tras esta caída sí que tomó la decisión de testar. Lo hizo ante un notario de Albacete, el 13 de marzo de 1991, y estando presentes tres testigos. De viva voz dictó las 11 cláusulas de su voluntad. Poco tiempo después, un ictus dejó impedido a Manuel Hidalgo, que llegó a ser incapacitado por un juzgado y pasó más de un año postrado en una cama. Murió en la residencia de Quintanar de la Orden, donde pasó los últimos tres meses de su vida.
misas el día de reyes. Su testamento empieza con su declaración de carecer de descendencia. Así decide legar en «pleno dominio a los aparceros de la finca El Conchel, las parcelas que cultivan de dicha finca», pero sin especificar con nombres y apellidos quienes eran los beneficiarios. Esta compleja labor la dejó en manos de los albaceas, que nada más abrir el testamento amojonaron las tierras roturadas y establecieron quienes eran los agricultores que las estaban cultivando. Este acuerdo fue impugnado en los tribunales por los descendientes de un primo del anciano, instituido como único heredero para lo que no se dispusiese en el testamento. La demanda, que llegó al Supremo, no prosperó y hoy este complicado asunto del reparto de las tierras está más que resuelto.
En el resto de cláusulas, ordena dejar una pensión vitalicia de 40.000 pesetas al mes a su sirvienta, y pide que se dé un millón de la antigua moneda (6.000 euros) a las parroquias de Lezuza y El Ballestero, con la obligación de «decir a perpetuidad una misa de funeral anualmente, con tres sacerdotes» el día del aniversario de su muerte. El azar quiso que Manuel Hidalgo muriese en uno de los pocos días del calendario en los que no se puede celebrar misa de difuntos, el día de Reyes, cuando se festeja la Epifanía del Señor. Los albaceas, no obstante, resolvieron entregar el dinero a las parroquias para que cuidasen igualmente por el alma de don Manuel, tal y como era su voluntad.
Igual que también se repartieron 12.000 euros (dos millones de pesetas), entre el asilo de El Bonillo y las asociaciones de pensionistas de El Ballestero y Lezuza, para cumplir con su voluntad de que se entregase esta cantidad a los «ancianos que estén en soledad» en ambos pueblos.
un museo. Su casa la legó al Ayuntamiento de El Ballestero, con la condición de que en las cocheras hiciese un museo con los coches de la familia y los bienes antiguos que quedasen en su hogar. Y así se hizo. Antiguas cuadras son hoy un aula sobre los sabinares y la forma de vida de los antiguos pastores, en el patio se exponen la tartana y la calesa de la familia y otras dos dependencias recrean el oficio de los maestros carpinteros del pueblo que trabajaban la madera de sabina para labrar ricos muebles y una antigua abacería. La casa del aniaguero conserva una sobria cocina, un dormitorio y una sala destinada a acoger las reuniones de los patronos de la Fundación Manuel Hidalgo.
La creación de esta institución benéfica fue ordenada por el propio anciano, que le encomendó la misión de construir un asilo de ancianos en Albacete con el dinero obtenido por la venta de la finca de Navamarín, 2.100 hectáreas de tierra ubicadas entre Lezuza y El Bonillo, que el empresario albaceteño José Manuel Martínez (Auto Juntas S.A.) se adjudicó en una subasta a la que concurrieron sólo dos ofertas. Eso sí, tuvo que respetar la voluntad del testador de que los aparceros de Navamarín continuasen «indefinidamente en ella», hasta que «libremente consientan» dejar estas tierras. El industrial albaceteño pagó por Navamarín unos 2,4 millones (416 millones de pesetas), cantidad que con los rendimientos bancarios ronda ya los tres millones de euros y que sigue en el banco a la espera de cumplir su finalidad.
Su novena voluntad era que denunciase la desaparición de un cuadro de José Benlliure que según el anciano le había sido sustraído de su casa y que fuese entregado a la parroquia de El Ballestero. Esta obra de arte, titulada Clarisas en la puerta de un convento, sigue sin aparecer.